24 mayo, 2024
Victoria Sáenz tuvo siempre muy claro que lo suyo era mandar, y que, para conseguirlo, también hay que decidir a quiénes obedeces, puesto que el poder tiene sus hipotecas. Por eso fue una estudiante ejemplar que no causó problemas en la facultad ni se afilió a ninguno de los sindicatos universitarios.
Después hizo un buen matrimonio que ocultó sus humildes raíces, y con unos cuantos consejos de su jefe y después socio, comenzó su concienzudo plan de ascenso a la cima.
Se reunió con las personas adecuadas, entró en el club de campo, y se afilió al partido en el poder. Tras una cuantas conversaciones y varios vuelos a Madrid donde pisó alfombras mullidas y se sentó en los despachos que decidían el futuro del resto de la abogacía tuvo claro que llegaría a lo más alto, posiblemente a una plaza en el Tribunal Supremo si hacía lo correcto.
Adelgazó para hacerse los trajes a medida y cuando volvió a su ciudad, consiguió el Decanato con extrema facilidad, en gran parte por la desidia de los colegiados, entre los que se había extendido la idea de que, al Colegio, mejor no ir porque no resolvía nada. A Victoria esa actitud le vino de perlas.
Renovó, ¡como no!, su puesto sin oposición y con las bendiciones de Madrid y de colegas con los que comía en reservados donde se adjudicaban puestos a dedo para ir tejiendo su red clientelar.
Mientras tanto, sus compañeros de a pie, desgastaban las losetas del viejo Juzgado y el nuevo y espantoso edificio con más agujeros que un Gruyere que albergaba los asuntos Laborales.
A veces, cuando llevaba ella personalmente un tema en la Audiencia (nunca temas menores), veía a algún compañero esperar en un banco negociando las peticiones de pena con los fiscales, ante la mirada altiva de la antigua secretaria de juzgado reconvertida en Letrada de la Administración de Justicia.
Este cuerpo no había parado hasta transformar el humilde nombre de “Secretarios” por el de “Letrados” con una subida sustancial de su sueldo tras una huelga que apenas levantó polvo. Como los Jueces, que un día se plantaron y aquí paz y después gloria. Pero ni un gramo de comprensión cuando fueron los auténticos letrados, los abogados, lo que exigieron sus derechos.
Ella tuvo mucho cuidado en no inmiscuirse en el tema y enfrentarse al poder: le había ido muy bien sin hacerlo, como para cambiar ahora. Su trabajo le había costado y si ella había sabido elegir, que otros hubiesen hecho lo mismo. Al fin y al cabo, todos tenemos un precio, y lo que hay que hacer, es buscarse el mejor comprador.
Pero últimamente estaban preocupados. La huelga, calificada inicialmente como “de cuatro gatos”, se mantenía en el turno de oficio con servicios mínimos en que no se dejaba a ningún preso detenido más tiempo del debido. Los Secretarios, perdón, Letrados de la Administración de Justicia, en cambio, se tomaban el suyo para contestar a los escritos en que los abogados advertían de su huelga. O bien no los contestaban. E incluso hubo un caso en que a una funcionaria se le nubló la visión y procedió a sancionar directamente a un abogado.
Mientras, en Ourense todos los abogados del turno se habían dado de baja en bloque, y en otras ciudades se planteaban hacerlo.
En paralelo, el movimiento negro de togas se extendió como la mancha de un triste Prestige. Irónico, porque nadie consideraba ya que el Colegio tuviera el menor rastro de prestigioso ni de ilustre. Cierto que se lo habían ganado a pulso, porque al final, no hay alfombra por mullida que sea, capaz de tapar tanta porquería.
En un imparable efecto dominó, empezaron a descubrirse las vergüenzas de algunos Colegios de Abogados: primero fue Sabadell, y al de León le había costado aprobar las cuentas en medio de una bronca descomunal.
Ella misma y su Junta habían tenido que tirar de teléfono para que se llenara el salón de actos, y le costó repeler las críticas a su gestión porque en su soberbia, ni había contado con que los disidentes hubieran preparado con datos la reunión.
Después llegaron las denuncias ante la Policía Nacional en que se señalaba directamente a los Colegios, al Consejo General de la Abogacía… Las advertencias desde Madrid para que tuvieran el cotarro contenido, la primera gran derrota de la élite frente a la abogacía de a pie cuando ganó el representante de ésta para negociar en Madrid, privándola de su hombre de confianza. La criticadísima apertura de expedientes, una forma de huida hacia adelante que la puso en el punto de mira.
Victoria no quería eso, no entraba en sus planes. A su alrededor se desmoronaba todo lo que la había sostenido. Los abogados advertían ahora a sus hijos e hijos de conocidos, de que tuvieran cuidado qué documentos firmaban cuando se colegiaban o que comprobasen para qué cedían sus datos personales. Se comentaba en corrillos los sueldos obscenos de algún empleado y a qué respondía.
Se comprobó de forma cruda, que la endogamia del poder en aquella pequeña ciudad sólo había producido instituciones casposas y superadas que nada aportaban ya a la ciudadanía.
En medio de aquella revolución, ella. Intentando mantener su camino hacia el poder y su impecable melena en su sitio. Sólo la denunciaba su latiguillo cuando se ponía nerviosa: “como querráis”, solía decir.
La primera vez que en una Junta la corrigieron entre risas (“¡Será como queráis! ¿Y tú hablas en nuestro nombre por esos mundos?), sintió que el suelo se movía bajos sus pies. Recuperó la compostura, pero la realidad le contestó con acciones aún más duras: ahora tampoco los procuradores querían ser manejados por los de Madrid, había elecciones al Consejo General de la Abogacía y por allá se movían otros hilos que a su vez manejaban a otras tantas marionetas, lo que no le convenía en absoluto.
Decidió abrir el salón de juntas a una prometedora diputada del partido en el poder por aquellos lares, que llevaba tiempo apartada de los tribunales. Para que la vieran más cercana, habló de ella como “abogada y compañera”, pero en paralelo, la Junta de Gobierno le negó el uso del mismo título de “abogada” a otra colegiada no ejerciente en aquel momento apercibiéndola de que “retirase tal expresión de todos sus escritos”.
Los Reglamentos no permiten el uso del término abogado, a quien no está ejerciendo, aunque lleves veinte años de ejercicio encima y estés pagando la cuota de colegiación. Se vio todavía más claro que la norma en la casa de la Ley no era igual para todos, y ese día perdió los nervios y sus gritos a puerta cerrada, llegaron al mostrador de la entrada.
El día de la cena con sus acólitos, llegó al Colegio impecablemente vestida, con un traje de chaqueta color marfil y la melena rubia recogida en un moño italiano. Había quedado allí con la diputada abogada, puesto que, llegado el caso, también habría que plantearse el paso a la política activa.
Dentro de su pequeño bolso de mano, el móvil de última generación empezó a zumbar con número oculto. Sabía perfectamente quién era
– “Buenas noches, señor”. Y poco más pudo añadir. Porque arriba estaban preocupados, tenían topos en los grupos de whatsapps que corrían como pólvora por todo el Estado. Con la asamblea a finales del mes de mayo, todo
debía estar controlado, pero “los de a pie”, estaban recogiendo firmas e iban por más de tres mil para poder participar, cosa a todas luces inadmisible.
Tuvo que templar, tranquilizar (“sí, señor. Se lo puedo asegurar. Ciertamente es incómodo, pero aquí sólo es un núcleo duro y similares. Por supuesto, fue un error, hubiera bastado una disculpa y …”)
El Hombre de Madrid seguía muy exaltado. Le recordó su carrera, le recordó sus acuerdos. (“claro que les hacemos publicidad, señor. Incluso en el máster de la abogacía les hablamos de ustedes a los recién graduados. En nuestra propia revista hay anuncios…”) Madrid había perdido los nervios, y Victoria empezó a responder “sí señor, no señor” de forma automática.
En su cabeza se le infiltró, insidiosa, la canción de Rosalía:
Si me dan a elegir/ entre tú y la riqueza/ con esa grandeza/que lleva consigo/Ay amor/ me quedo contigo…
Si me dan a elegir/ entre tú y la gloria/ Pa que hable la historia/ de mi por los siglos/ Ay amor/ me quedo contigo.
Ella había elegido el Poder y la Gloria, ni por una vez había dudado de ello. Así que ahora tenía que tranquilizar al Hombre del que dependía su futuro a costa del de sus compañeros y recomponer su outfit porque sentía el sudor bajando por su espalda.
– “Doña Victoria. La están esperando, ya tiene usted un taxi en la puerta…”, el empleado fue despedido con un gesto de su mano.
El corazón le latía a mil por hora. Le costaba respirar tanto como contener la frustración de su Jefe. Tras otros diez tensos minutos, consiguió colgar. Estaba sudada y necesitaba recomponerse. Pidió una botella de agua y en el baño se arregló la cara descompuesta. Ensayó una sonrisa y salió al taxi donde la esperaba la joven diputada.
Radiantes ambas mujeres, Victoria, no obstante, seguía notando una arritmia alarmante que iba en aumento. Pero continuó charlando como si tal cosa.
Pronto se detuvieron en el lugar acordado y ella solicitó la factura del taxi para pasársela al Colegio, aunque tenía una tarjeta personal que costaba 80 € de mantenimiento a todos los colegiados. Entró, saludó y fue debidamente saludada, esperando poder sentarse un rato. Pero de repente se dio cuenta de que, a su alrededor, había mujeres tan hermosas o más que ellas. Mucho más jóvenes e igual de ambiciosas, Tuvo la sensación de que todas la miraban sonriendo. Le sobrevino un mareo.
“Por encima de mi cadáver”, pensó mientras sonreía a una de aquellas dentaduras perfectas que no había en los años sesenta. Brindó, comentó de forma jocosa los últimos acontecimientos de la ciudad, contestó a las bromas con su ingenio habitual y se preparó para dar el discurso que tenía que dar como anfitriona y primera Decana mujer de la ciudad.
A esas horas, los comensales ya habían comido y bebido demasiado, pero ellas, ellas seguían impasibles, manteniendo la sonrisa en sus caras, como clones. Victoria escuchó en su cabeza lo que le estaban diciendo: “nos abriste las puertas al tabernáculo del becerro de oro, pero somos mucho más jóvenes que tú, y a ti te ha tocado el hundimiento del Titánic Tu tiempo se acabó”
Victoria Sainz se levantó y comenzó a leer el discurso, pero solo le salió una frase “Como querráis”. Hubo risas discretas que se tornaron en gritos de alarma cuando la decana se derrumbó sobre la mesa.
Llamaron a una ambulancia, el electro era alarmante y enfilaron hacia el Hospital Universitario La decana cerró los ojos.
“Si me dan a elegir, entre tú y mis ideas… me quedo sin ellas, soy un hombre perdido. Ay, amor… me quedo contigo”.
Sus ideas… ¿dónde habían quedado? ¿Las había tenido alguna vez?
¡Ay, amor…!
Después ya no sintió nada más.