21 abril, 2024
Muchas veces lo que es verdad en teoría puede no serlo en la práctica, ya sea porque la teoría esté lejos de la realidad, o porque quienes tienen el poder de hacer que la realidad sea lo que es no están dispuestos a poner en práctica la teoría. Si además quienes no desean que lo ideal pueda llegar a ser real, tienen la capacidad de inventarse teorías a su medida, entonces estamos perdidos.
Esto es lo que ocurre en las universidades públicas, que predican a veces lo contrario de lo que hacen, y que parecen haberse olvidado del consejo que dice que el mejor predicador es el que predica con el ejemplo. Nuestra Constitución, tan citada por tirios y troyanos como poco conocida, dejó muy claros los principios que deben regir la función pública, una parte de la cual son las universidades. Por supuesto que, como las universidades están sufragadas básicamente por el dinero público, sus presupuestos deben ser transparentes, sus gastos han de estar justificados, y toda su plantilla de profesores y personal de distinto tipo ha de estar pensada para cumplir sus funciones al servicio del bien público, o de la sociedad. Las universidades no deben ser un fin en sí mismas, ni están destinadas a perpetuarse y a mantener sus plantillas hasta la eternidad y más allá, sino que solo son un medio para un fin. Y ese fin es el de formar profesionales en casi todos los campos y contribuir a la difusión, y cada vez en menos medida a la creación, del conocimiento científico-técnico, que es hoy parte del aparato industrial y empresarial.
Pero además las universidades deben, en teoría, estar regidas por dos principios específicos, recogidos en la Constitución: la libertad de cátedra y la autonomía universitaria. La libertad de cátedra se consagró como un valor fundamental porque en nuestra historia las universidades – que, al fin y al cabo fueron creadas en la Edad Media para enseñar teología y derecho canónico y civil – fueron objeto de manipulaciones constantes y controles de tipo religioso y, a partir del siglo XIX, político. Las universidades decimonónicas no fueron, al contrario que las modernas universidades alemanas, un reducto en el que la libertad de investigación, pensamiento y enseñanza fuesen respetadas por todos los partidos, sino un juguete al servicio de los intereses partidistas, de sus propios intereses corporativos, y en menor media de los intereses económicos, ya que no cumplían ninguna función técnica.
«En realidad todo el mundo sabe, excepto quienes ocupan cargos académicos, que en las universidades, unos profesores a los que cada vez les gusta menos dar clase, imparten unas materias que conocen cada vez menos, porque tampoco se les va a exigir que las dominen, a unos alumnos a los que les interesan relativamente poco – con gloriosas excepciones, por suerte.
Las universidades fueron incubadoras para futuras carreras políticas – y en parte lo siguen siendo. Da la impresión de que sus profesores llevan escondida en su cartera otra mucho más grande: la de un ministerio. Pero como casi ninguno llegará a ser ministro u ocupar un cargo en su autonomía, algunos de ellos aspiran a ejercer esa misma misión en el gobierno universitario. Como ser profesor no es un valor en sí mismo, porque no da prestigio social, ni remuneración económica suficiente, entonces la libertad de cátedra no se aplica en la práctica. Claro ejemplo de ello es el texto que establece los gigantescos campos de conocimiento: Historia, Historia del Arte y Arqueología, o Medicina, Química, Derecho…, en el que se afirma que la capacidad docente no dependerá ni del contenido de cada materia, ni de las tradiciones académicas, ni de los conocimientos sistematizados, ni de los campos de investigación. O sea, que cualquiera puede dar clase si tiene las competencias y habilidades necesarias en no se sabe qué, que son un fin en sí mismas y no se refieren a nada.
En realidad todo el mundo sabe, excepto quienes ocupan cargos académicos, que en las universidades, unos profesores a los que cada vez les gusta menos dar clase, imparten unas materias que conocen cada vez menos, porque tampoco se les va a exigir que las dominen, a unos alumnos a los que les interesan relativamente poco – con gloriosas excepciones, por suerte. Y es que los alumnos saben que el conocimiento no vale por sí mismo, y que lo que importan son los resultados que les permitan sobrevivir en el mundo..»
Se recompensa a los profesores más importantes con reducciones en su horario docente, que pueden llegar a ser totales, o casi totales. Hay exenciones por cargos, por ser investigador, por irse a hacer estancias fuera, y hasta por hacer cursos para mejorar la docencia, de tal modo que cuanto más preparado esté un profesor menos clases tendrá que dar. Quienes dan pocas clases, o casi ninguna, son los más fervientes predicadores de la importancia de la docencia. Y junto a ellos están los transversales especialistas en la educación, que son capaces de sentenciar desde el campo de la educación infantil hasta el doctorado, pues ellos son los ingenieros de la docencia sin contenidos.
Todos juntos han creado legalmente sistemas de control estadístico de lo que llaman calidad – cuando solo se trata de unas cantidades. Les dicen a los profesores cómo tienen que dar sus clases, y les dan pautas para que luego ellos puedan medirlo todo y decir que todo está controlado, que todo está muy bien y nunca estuvo mejor. Y les conceden recompensas con pequeños incentivos económicos: por su docencia, su investigación, por los cargos ejercidos, con los que consiguen tenerlos controlados. Algunos profesores aceptan con gusto esta servidumbre voluntaria, y hasta se la creen. La mayoría la sufren con resignación y cada vez más esperan con ansia su jubilación.
«Dentro de la función pública solo en las universidades ha dejado de haber pruebas que permitan saber si un candidato domina una materia, porque no hay exámenes ni teóricos ni prácticos. Y menos los habrá, ya que la docencia no tiene que ver con lo que se enseña – según dice el decreto. No es necesario saber, es necesario habilitarse, es decir, conseguir que una serie de funcionarios y profesores parcialmente eximidos de dar clases por hacer esto, sumen, resten, multipliquen y dividan méritos heterogéneos en una especie de cuenta de la vieja, o de receta de plato precocinado.»
El segundo valor constitucional es el de la autonomía universitaria, en el marco que establezcan las leyes. Las universidades no tienen autonomía económica, porque están financiadas por el estado. Sus rectores piden más dinero cada día, y a veces utilizan el latiguillo del porcentaje del PIB que les corresponde, confundiéndolo a propósito con el PGE (Presupuesto General del Estado), que es un tercio del PIB. Si se hace la cuenta se vería que lo que piden es desmesurado. Pero sí tienen autonomía legislativa dentro de los marcos de las leyes estatales, autonómicas y de sus estatutos e infinitos reglamentos. Esa autonomía es tan compleja que les permite que en cada ocasión las palabras signifiquen lo que la norma quiera que signifiquen. Y esto puede tener graves consecuencias.
Las universidades tienen sus plantillas docentes, y de todo tipo, que diseñan básicamente dentro de los marcos generales. Por eso cada universidad en teoría sabe cuántos profesores necesita. Y por eso podría sacar a concurso público, regido por los principios de publicidad, igualdad y mérito, los puestos que necesita cubrir con sus concursos. En teoría es así, pero en la práctica no, porque ese criterio entra en contradicción con otros dos: el derecho a la promoción del personal, que prima sobre los demás derechos, y la captación de investigadores externos como profesores, que aspirarán a impartir las menos clases posibles para seguir investigando.
Dentro de la función pública solo en las universidades ha dejado de haber pruebas que permitan saber si un candidato domina una materia, porque no hay exámenes ni teóricos ni prácticos. Y menos los habrá, ya que la docencia no tiene que ver con lo que se enseña – según dice el decreto. No es necesario saber, es necesario habilitarse, es decir, conseguir que una serie de funcionarios y profesores parcialmente eximidos de dar clases por hacer esto, sumen, resten, multipliquen y dividan méritos heterogéneos en una especie de cuenta de la vieja, o de receta de plato precocinado.
Esta es la función de la ANECA, y otras agencias de evaluación, que son madres multíparas, capaces de dar a luz a la vez y con el mismo método a catedráticos de álgebra, neurología, bioquímica, latín y derecho mercantil… Y pueden hacerlo porque no necesitan saber nada, y porque si un evaluador supiese de algo ya no sería un verdadero evaluador de todos y cada uno. Los investigadores positivamente evaluados van poco a poco ocupando los puestos docentes. Se crean cátedras para promocionar a catedráticos evaluados, y no para ninguna función en concreto. Y el ejemplo cunde en casi todos los niveles. Si esto sigue así será imposible tener plantillas racionales para atender la docencia. Porque lo que vale para el personal de la universidad, en teoría, está dejando de valer en la práctica. Por eso es necesario parar este proceso si queremos que las universidades sean lo que deben ser, y no lo que algunos quieren que sean.