28 abril, 2024
La sociedad es una curva de Gauss bajo la cual cabemos todos. Si ubicamos en abscisas el cociente intelectual (o el poder adquisitivo), a la izquierda están los tontos, a la derecha están los listos, y en el medio está la aparente normalidad, la mediocridad, lo que se admite como normal, como aceptable, como tolerable. Pero siempre ha habido un colectivo al que no se ha encontrado acomodo: los locos, los discrepantes, los que atentan contra la razón establecida por los del medio, los que no se comportan como le gusta al resto. En la antigüedad eran los poseídos por el mal, los desterrados, a los que se les purificaba con la hoguera, o a los que se les trepanaba el cráneo para liberarlos de la maldición que ocupaba sus cerebros.
En los albores del Renacimiento, la Stultifera Navis, la Nave de los Locos, representada en la obra de Sebastian Brant, publicada en Basilea en el año 1494, y magistralmente representada en el cuadro del pintor flamenco el Bosco (óleo sobre tabla de 58 por 33 cm, actualmente en el Museo del Louvre de París bajo el título de La Nef des fous), deambulaba por los ríos de Centroeuropa cargada de locos y dementes -como si de la peor plaga se tratara- para que no contaminasen la paz de las ciudades. Michel Foucault (1926-1984), en su Folie et déraison. Histoire de la folie à l’âge classique, describe los barcos que transportaban a los enfermos mentales, expulsados de las ciudades y obligados a vagar por zonas despobladas, como forma de destierro.
La sociedad es rápida en marginar, en aislar lo anómalo, y lenta en reconocer; más lenta es todavía la ciencia en explicar y dar razones que justifiquen conductas.
Fue Emil Kräpelin (1856-1926), discípulo de Wilhelm Wundt en Leipzig, quien, a los 21 años en Würzburg y un año después en la Universidad de Munich, se atrevió a colocar a la psicología en el sustrato cerebral de la psiquiatría; y a los 27 años de edad, en 1883 -desafiando al status quo psiquiátrico de la época-, publicó la primera edición de su Lehrbuch der Psychiatrie o “Tratado de Psiquiatría”, en el que intentaba explicar las bases neuropsiquiátricas de la enfermedad mental. Posteriormente, como casi siempre ocurre con las grandes ideas de los genios, sus principios doctrinales se desvirtuaron y el cerebro se repartió en parcelas, en reinos de Taifas gobernados por regentes impuestos a conveniencia. La neurología se quedó con la materia y la psiquiatría se adueñó del espíritu.
La locura siempre ha sido interpretada en términos compasivos desde la intelectualidad, y en términos represivos desde la política. Samuel Becket decía en Waiting for Godot: “Todos nacemos locos; algunos permanecen así todo el tiempo”. Emerson concordaba, con cierto desliz machista: “La cordura es muy rara; casi todos los hombres y todas las mujeres tienen una pizca de locura”. Rudyard Kipling compartía idea en Plain Tales from the Hills: “Todo el mundo está más o menos loco hasta cierto punto”. Algo parecido se le escapaba a Elizabeth Bowen en The Death of the Heart: “Cada uno de nosotros guarda, encerrado en su interior, una especie de gigante lunático -imposible socialmente, pero a gran escala- y son los golpes y golpes que a veces escuchamos unos en otros los que alejan nuestras relaciones de la más absoluta banalidad”; y Ugo Betti pensaba que “Loco” es un término que usamos para describir a una persona que está obsesionada con una idea y nada más.
La falsa locura, en forma de excentricidad, es usada corrientemente por la farándula para cautivar la atención del vulgo. Sidonie-Gabrielle Colette, celebridad internacional por su novela Gigi, de 1944, llevada al cine por Vincente Minnelli en 1958, y famosa por su vida escandalosa en París, escribe en Earthly Paradise, una obra editada por Robert Phelps en 1966: “El lunático astuto está perdido si por la más estrecha rendija permite que un ojo cuerdo escudriñe su universo cerrado y así lo profane”.
«La locura siempre ha sido interpretada en términos compasivos desde la intelectualidad, y en términos represivos desde la política. Samuel Becket decía en Waiting for Godot: “Todos nacemos locos; algunos permanecen así
todo el tiempo”. Emerson concordaba, con cierto desliz machista: “La cordura es muy rara; casi todos los hombres y todas las mujeres tienen una pizca de locura”. Rudyard Kipling compartía idea: “Todo el mundo está más o menos loco hasta cierto punto”.
La locura es un mecanismo de defensa frente a la opresión insoportable. Denis Diderot manifestaba en Supplement to Bouainville’s “Voyage” que “hay menos daño que sufrir estando loco entre locos que estando cuerdo solo”. Nuestro Baltasar Gracián lo simplificaba: “Mejor loco con el resto del mundo que sabio solo”. En su The Spanish Friar de 1681, John Dryden decía: “Hay un placer seguro en estar loco que sólo los locos conocen”. Christopher Fry, con ingenioso pensamiento crítico, expresaba en A Phoenix Too Frequent: “Lo que es locura para quienes sólo observan, muchas veces es sabiduría para quienes la sufren”.
Cuando el cerebro se satura, por dentro y por fuera, la locura sirve de solución transitoria en la adversidad. La Rochefoucauld decía en sus Maxims de 1665: “A veces ocurren accidentes en la vida de los que necesitamos un poco de locura para salir con éxito”. Napoleón comentaba que “la gran prueba de la locura es la desproporción de los designios con respecto a los medios”. Abraham Lincoln, en una carta a Andrew Johnson, del 6 de septiembre de 1846, le da un toque de genialidad haciendo uso de la sensibilidad: “Aquí hay un objeto más aterrador que nada: la tumba contiene una forma humana con la razón huyendo, mientras la vida miserable permanece”. En 1670, Pascal reflexionaba en sus Pensées: “Los hombres están tan necesariamente locos porque de no estarlo equivaldría a otra forma de locura”.
Allá por el siglo I a.C., Publilius Syrus, en sus Moral Sayings, fue quien primero acuñó el dicho popular: “El loco piensa que el resto del mundo está loco”. Fue Syrus también el que dijo que “a quien la fortuna quiere destruir, primero lo vuelve loco”. Nuestro sabio emigrante, Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, más conocido como George Santayana, el mismo que dijo “aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo», cuando en 1900 escribía Interpretations of Poetry and Religion en su exilio voluntario en Harvard, pensaba: “Nuestra locura ocasional es menos maravillosa que nuestra cordura ocasional. Un cuerpo seriamente desequilibrado, ya sea consigo mismo o con su entorno, perece de plano. No así la mente. La locura y el sufrimiento no pueden ponerse límites”.
«Existen en el mundo más de 1.000 millones de pacientes con un trastorno mental diagnosticado y se estima que puede haber otros 500 millones de afectados sin diagnosticar. La sociedad y sus líderes siguen mirando para otro lado. Cautiva más jugar con bichitos traviesos que nos infectan de vez en cuando y contra los que lucha nuestro sistema inmune desde el origen de los tiempos»
Actualmente existen en el mundo más de 1000 millones de pacientes con un trastorno mental diagnosticado y se estima que puede haber otros 500 millones de afectados sin diagnósticar. La sociedad y sus líderes siguen mirando para otro lado. Cautiva más jugar con bichitos traviesos que nos infectan de vez en cuando y contra los que lucha nuestro sistema inmune desde el origen de los tiempos que contra los fantasmas de la mente que arruinan nuestra dignidad.
Persiste la incongruencia, por interés, por negligencia o por ignorancia de separar la materia del espíritu y ubicar el pensamiento en una entelequia extracorporal para poder elucubrar sin límites. En un siglo donde el poder del conocimiento debiera subyugar a cualquier otro interés lascivo, parece insensato no asumir que si no conoces las causas primarias que alteran la mente difícilmente se encontrarán fórmulas terapéuticas adecuadas.
Ha habido siempre -y sigue habiendo- personajes que se rebelan contra la ortodoxia del disparate que domina determinadas políticas sociales y científicas sobre el abordaje de la enfermedad mental. Shakespeare en A Midsummer Night’s Dream, allá por el 1595, decía que “el lunático, el amante y el poeta son todos de imaginación compacta”. Dos siglos después, Voltaire, en su Philosophical Dictionary se preguntaba: “¿Qué es la locura? Tener percepciones erróneas y razonar correctamente a partir de ellas”; y Mark Twain ironizaba: “Cuando recordamos que todos estamos locos, los misterios desaparecen y la vida se explica sin tapujos”.
Antonin Artaud, famoso productor de teatro francés -y paciente psiquiátrico- escribe en Van Gogh, the Man Suicided by Society (1947): “¿Y qué es un auténtico loco? Es un hombre que prefirió volverse loco, en el sentido socialmente aceptado de la palabra, antes que perder cierta idea superior del honor humano. Así, la sociedad ha estrangulado en sus asilos a todos aquellos de los que quería deshacerse o protegerse, porque se negaron a convertirse en sus cómplices de ciertas grandes maldades. Porque un loco es también un hombre a quien la sociedad no quería escuchar y a quien quería impedir que dijera ciertas verdades intolerables” (interpretación benevolente de la locura basada en la propia introspección, tras pasar por el manicomio).
“La experiencia y el comportamiento que se denomina esquizofrenia es una estrategia especial que una persona inventa para vivir en una situación inhabitable”. El mismo Laing añadía: “La locura no tiene por qué ser todo fracaso. También puede ser un gran avance. Es liberación y renovación potencial, así como esclavitud y muerte existencial»
En una entrevista que le hicieron el 30 de octubre de 1982 al autor británico de ciencia ficción J.G. Ballard, dijo: “En un mundo completamente cuerdo, la locura es la única libertad”. El novelista austríaco Hermann Broch decía que “el mundo siempre ha pasado por periodos de locura para avanzar un poco en el camino de la razón”. En Paradise Lost, John Milton recreaba “la mente es su propio lugar; en sí misma puede hacer un Cielo del Infierno y un Infierno del Cielo”. Friedrich Nietzsche, que también experimentó tardíamente los efectos de la locura, decía en Beyong Good and Evil: “La locura es algo raro en los individuos, pero en grupos, partidos, pueblos, épocas es la regla”.
El sociólogo americano Charles Horton Cooley, en el capítulo 6 de Human Nature and the Social Order, publicado en 1902, refiere: “Quien muestra signos de aberración mental es, inevitablemente, tal vez, pero cruelmente, excluido de toda relación familiar y parcialmente excomulgado; su aislamiento le es proclamado involuntariamente en todos los rostros por la curiosidad, la indiferencia, la aversión o la lástima, y en la medida en que es lo suficientemente humano como para necesitar una comunicación libre e igualitaria y sentir la falta de ella, sufre un dolor y una pérdida de algún tipo y grado que otros sólo pueden imaginar vagamente, y en su mayor parte ignoran”. En An Open Letter to Surrealists Everywhere, dentro de su obra The Cosmological Eye, de 1939, Henry Miller decía: “La locura es tónica y vigorizante. Hace que los cuerdos sean más cuerdos. Los únicos que no pueden sacar provecho de ello son los locos”.
El autor y crítico norteamericano Edward Dahlberg publicó en su The Carnal Myth de 1968: “Los hombres están locos la mayor parte de sus vidas; pocos viven cuerdos, pocos mueren así… Los actos de las personas son desconcertantes a menos que nos demos cuenta de que su ingenio está desordenado. El hombre es llevado ante la justicia por su locura”.
En la Conclusión de su obra Madness and Civilization, de 1961, el filósofo francés Michel Foucault, que convivió con la locura los últimos años de su vida, decía: “La locura es la ruptura absoluta con la obra de arte; forma el recuerdo constitutivo de la abolición, que disuelve en el tiempo la verdad de la obra de arte”.
Dentro de la propia psiquiatría ha habido voces contestatarias, descontentas con procedimientos y métodos. El psiquiatra británico Ronald D. Laing, reconocido como uno de los padres de la anti-psiquiatría, junto al italiano Franco Basaglia, decía en The Politics of Experience en 1967: “La experiencia y el comportamiento que se denomina esquizofrenia es una estrategia especial que una persona inventa para vivir en una situación inhabitable”. El mismo Laing añadía: “La locura no tiene por qué ser todo fracaso. También puede ser un gran avance. Es liberación y renovación potencial, así como esclavitud y muerte existencial”.
Cuando en 1945, el poeta Charles Olson le visitó en el Howard Hall, la institución para criminales locos en la cual estaba detenido, pendiente de juicio, Ezra Pound le dijo: “Supongo que la definición de lunático es un hombre rodeado de ellos”.
El psiquiatra estadounidense Thomas Szasz, uno de los personajes más críticos con la psiquiatría ortodoxa del momento, decía en la Introducción de su obra The Manufacture of Madness, publicada en 1971: “En el pasado, los hombres creaban brujas; ahora crean enfermos mentales”. En 1973, en The Second Sin, escribió: “ Si los muertos te hablan, eres un espiritista; si Dios te habla, eres un esquizofrénico”.
En nuestros días, sigue habiendo modelos de Stultifera Navis camuflados en los cauces fluviales que irrigan los diferentes estratos de nuestra sociedad, con diversos grados de Stultia mentis, desde los casos más leves (Stultia mentis est credere Omnia audis; es una debilidad mental creer todo lo que escuchas)(Stultia mentis est cupiditas rerum quae nos non facitum felices; es una necedad de la mente desear cosas que no nos hacen felices) hasta los casos más graves (Stultia mentis est superbiam habere, cum nihil sis; es una idiotez de la mente estar orgulloso, cuando no eres nada).
La curva de Gauss social siempre engorda por el medio, con obesidad simétrica; pero su capacidad de expansión, de estiramiento, elasticidad y distinción, siempre dependerá de uno de sus extremos. Séneca, en De Tranquilitate Animi, atribuye a Aristóteles el dicho: “Ningún gran genio ha existido sin un toque de locura”.