14 octubre, 2024
En Galicia, viejos tiempos, era muy conocida la expresión “Mexan por nós e temos que dicir que chove”, cuyo origen se atribuye a los agricultores desde comienzos del siglo XX. El inmortal Castelao la convirtió en proverbio y citó en innumerables ocasiones. Hoy, por fortuna, está en desuso porque los gallegos espabilamos, pero en determinadas ocasiones aflora el doloroso recuerdo por episodios sangrantes que ocurren a nuestro alrededor. Lo que me cuenta un veterano periodista es de hace unas pocas horas; el escenario, una sucursal bancaria de renombre en el centro del Ensanche compostelano, a 300 metros del gran símbolo de la ciudad, la catedral, y en pleno siglo XXI. Como antes y, triste paradoja, acentuado porque vivimos en plena era digital.
El escenario fue el local de operaciones en la sucursal de un Banco de ámbito nacional que más semeja “La casa de la Corrala” o un patio de vecindad; todos se enteran de todo. Primera dictadura: obligatorio antes de las 11 de la mañana; después ya no se puede mover la caja. Testigos: casi una decena de clientes que esperan pacientemente su turno. El espacio es recoleto de apenas superficie dónde nada se puede ocultar; las gestiones se difunden, se cotillea y se espera con paciencia jobviana a que llegue el turno. Dos mujeres y un hombre detrás del corto mostrador; una pareja atiende a la clientela y la tercera maneja la caja.
Primer movimiento: maquinita táctil para obtener un número de orden que no es tal; inservible para ir uno tras otro. Como en los viejos tiempos de la Seguridad Social hay que “pedir la vez” y estar atentos a que no se cuelen. Si –como es el caso- el informante llegó con ocho clientes esperando ser atendidos tuvo que dirigirse a todos para saber cuál había llegado antes, y ponerse a la cola. La pregunta es inevitable, ¿para qué sirve sacar un ticket con un número y después estar atentos para que nadie pase a destiempo? La cajera, en un momento dado, pide que levanten la mano quienes vayan a sacar dinero, En fin, antediluviano.
Lo peor de esta kafkiana situación es que todas las operaciones bancarias que deberían permanecer en el ámbito privado se convierten en públicas, y como en el viejo NO-DO franquista están “al alcance de todos los allí presentes”. No se respeta el más elemental derecho a la intimidad, incluso se “abronca” a una pobre octogenaria a quien se le facilita verbalmente una clave de ocho dígitos y se le reprocha por haberla pronunciado dos veces en voz alta. La ‘funcionaria’ que la atendía, vestida de luto riguroso, con voz estentórea y no de muy buenas maneras, la recriminó en algún momento.
La desvalida señora abandonó el local como un alumno de primaria reprendido por el profesor y pidiendo disculpas a los clientes, como si ellos tuvieran la culpa de algo. La cosa no acabó ahí. Y habría que preguntarse. Si en tan corto espacio de tiempo (media hora o poco más) la presencia en esta sucursal dio tanto juego, ¿qué no ocurrirá en el resto de la jornada?
Casi sin transición, un cliente en apariencia jubilado pretendía cancelar una cuenta corriente con una modesta cantidad, de la que era titular un familiar directo residente en el extranjero, a más de 8.000 kilómetros de distancia. En su día se formalizó un poder notarial para representarle como “autorizado”… pero no pudo ser. La misma señora vestida de negro le informó con la mayor contundencia y altos decibelios que para eliminar el exiguo saldo tendría que aportar la escritura de apoderamiento, bastantearla y ver si el texto se ajustaba a la normativa. Estupefacto quedó el buen hombre. La misma entidad bancaria que le permitió abrir la cuenta no le faculta para cerrarla. La escritura –que debería obrar en poder de la entidad- permite “abrir, disponer, transferir, cancelar…” y un largo etcétera típico de un acta de este estilo. La escena ocurrió bajo la atenta mirada y el oído de los demás clientes que no daban crédito –sirva la expresión- a lo ocurrido.
El cliente juró para sus adentros que no volvería a pisar esa sucursal en su vida, y recordó un hecho real relatado por un multimillonario a un grupo de amigos. En una de sus grandes empresas se vio obligado a despedir a un alto directivo, faltón, de escasas luces (también con voz potente) y argumentó que lo cesaba porque le faltaba “clase, estilo, discreción…”. La respuesta del afectado fue tan simple como él “no sé qué me quiere decir con eso de que no tengo clase”. Igualito que la señora de negro de la sucursal citada, que trató a dos personas mayores con suficiencia, cierto descaro y sin la consideración y el respeto debidos.
No merece la pena citar a la entidad. El resto de trabajadores y el buen nombre de la empresa no tienen la culpa de cómo se comporten algunos compañeros. Ovejas negras las hay en todas partes.
¡Ah!, casi lo olvido. La cuenta a cancelar tenía –y tiene- dos euros, solo dos euros, de saldo. ¡¡Por los clavos de Cristo!! que diría un creyente; que baje Dios y lo vea.