29 septiembre, 2024
Echando la vista atrás, puedo decir que he disfrutado de magníficos maestros, que han sido incontables las personas de las que he aprendido, que me han dado alcance ideas que me han fascinado y, también, que no puedo recordar todos los libros que han pasado por mis manos pero que no han sido pocos los que aún perduran en mi mente. Últimamente, incluso, me he atrevido a interactuar con la inteligencia artificial. La vivencia de mi profesión y el contagio de mis pacientes y de mis antiguos alumnos me han producido tantas interiorizaciones que, cuando sostengo la pluma sobre el cuaderno de hojas rugosas en el que escribo estas líneas, cuando me pongo en trance de parir cada nueva criatura bajo una luz casi siempre tenue, me resulta muy difícil saber de quién estoy realmente embarazado.
¿Quién soy yo, el que ahora formula esta pregunta en apariencia ingenua? Soy la conciencia de mi yo, la sensación de ser un individuo distinto y separado del resto del mundo; alguien que siente, piensa y actúa. La neurociencia ha revolucionado nuestra comprensión del yo, ofreciendo una mirada más profunda y detallada sobre los procesos biológicos que subyacen a nuestra experiencia subjetiva. Al estudiar el cerebro, los neurocientíficos han podido identificar las regiones y los circuitos neuronales involucrados en la memoria, en la emoción, en la conciencia de uno mismo y en otros aspectos fundamentales de la identidad. A través de técnicas como la resonancia magnética funcional, se han identificado áreas cerebrales asociadas a diferentes aspectos del yo, como la autorreferencia, la introspección y la empatía.
«¿Quién soy yo, el que ahora formula esta pregunta en apariencia ingenua? Soy la conciencia de mi yo, la sensación de ser un individuo distinto y separado del resto del mundo; alguien que siente, piensa y actúa. La neurociencia ha revolucionado nuestra comprensión del yo»
La neurociencia también ha demostrado que la mente y el cuerpo están íntimamente conectados. Además, el cerebro es un órgano muy adaptable; nuestras experiencias y aprendizajes pueden modificar las conexiones neuronales, lo que sugiere que el yo no es algo estático, sino que se construye y reconstruye a lo largo de la vida. La neurociencia nos invita a repensar la naturaleza de la identidad y a explorar las múltiples dimensiones del yo, pero induce el riesgo de reducir la riqueza y la complejidad de la experiencia subjetiva a simples procesos biológicos. La neurociencia ha enriquecido nuestra comprensión del yo, pero también ha planteado nuevas preguntas y desafíos. La interacción entre muchas ramas del saber y la neurociencia es fundamental para explorar las implicaciones de estos descubrimientos y construir una visión más completa de lo que significa el ser humano. Rememorando la alegoría del carro recogida en el diálogo Fedro, con dos caballos que simbolizan el bien y el mal del alma humana, la psicología moderna hace una revisión del mito platónico en la que el carruaje representa el cuerpo, las riendas el pensamiento y los caballos los sentimientos. Según esa visión mentalista, el auriga o cochero representa el yo, como para Platón representaba el logos o la razón.
La vida hay que vivirla hacia delante, pero solo se puede entender hacia atrás. Vivir la vida hacia delante implica creer en nuestras capacidades y en la posibilidad de un futuro mejor. Significa no quedarnos clavados en el pasado, tomar decisiones y emprender acciones para alcanzar nuestros objetivos. Un insalvable problema metodológico para diseñar el futuro procede del convencimiento de que más de lo mismo es un enfoque intelectual pobre, que va a ofrecer poco valor añadido a nuestra crítica situación actual. Por fortuna, las sociedades no progresan de forma lineal, ni continua, sino a través de saltos que rompen con el pasado y condicionan nuevos modelos que permiten avanzar más rápidamente.
«La vida hay que vivirla hacia delante, pero solo se puede entender hacia atrás. Vivir la vida hacia delante implica creer en nuestras capacidades y en la posibilidad de un futuro mejor. Significa no quedarnos clavados en el pasado»
Miles de años nos permiten estar razonablemente seguros de que nuestro modelo social se encuentra en un fin de ciclo; el nuevo será sin duda apasionante y peligroso, pero sobre todo impredecible. Por otro lado, mirar hacia atrás nos permite identificar patrones, errores y aciertos que nos ayudarán a crecer y a tomar mejores decisiones, a valorar las lecciones aprendidas y a las personas que han formado parte de nuestras vidas, a superar traumas y cerrar ciclos para avanzar con mayor libertad. Ser conscientes del presente y vivir cada momento con intensidad y plenitud parece una idea saludable, al igual que aprender del pasado y de las experiencias vividas para seguir creciendo y evolucionando.
Una de las funciones del cerebro consiste en utilizar la información adquirida y almacenada en el pasado para imaginar, simular y predecir los posibles eventos futuros. Tanto la actividad asociada con recordar, como la de imaginar el futuro, se localiza en regiones prefrontales y temporales mediales (incluyendo el hipocampo y el giro panhipocámpico). Pero el futuro es impredecible, ya que está sujeto a un número indeterminado y cambiante de factores que, a su vez, se modifican continuamente. Por eso, saber cómo va a ser nuestra existencia dentro de algunos años es una prospección intelectual muy poco eficiente. A pesar de ello, no se puede vivir razonablemente sin una hoja de ruta; no podemos planificar nuestra vida sin un método de trabajo que nos permita estimar el qué y el cómo. Necesitaremos los conocimientos y los recursos que faciliten nuestra adaptación a las necesidades de la sociedad que está emergiendo en el siglo XXI.
«Nuestras ideas, nuestros recuerdos, nuestra personalidad, son intrínsecos a nosotros, pero están influidos por la cultura, las experiencias y las personas que nos rodean; nuestras amistades, nuestra familia y nuestras relaciones románticas son fundamentales para nuestra identidad, pero no son posesiones en el sentido tradicional»
Contemplando la situación persistentemente cambiante en la que vivimos, surge de nuevo la pregunta: ¿qué es lo realmente nuestro? A simple vista, podríamos pensar que nuestras posesiones, nuestras experiencias e incluso nuestro cuerpo son nuestros. Sin embargo, una mirada más profunda nos revela una complejidad fascinante. Nuestras pertenencias son objetos temporales y pueden perderse o dañarse; nuestras ideas, nuestros recuerdos, nuestra personalidad, son intrínsecos a nosotros, pero están influidos por la cultura, las experiencias y las personas que nos rodean; nuestras amistades, nuestra familia y nuestras relaciones románticas son fundamentales para nuestra identidad, pero no son posesiones en el sentido tradicional; y nuestro cuerpo, que parece lo más nuestro, está sujeto a cambios continuos y está compuesto de células que se renuevan constantemente. Entonces, ¿qué nos queda? La conciencia y la experiencia, pero la conciencia es un producto de un cerebro plástico, influenciable y modificable, y la experiencia es subjetiva y cambia de un día para otro. Podríamos concluir que nada es realmente nuestro, que todo es prestado y está en constante cambio. Sin embargo, lo verdaderamente nuestro es la capacidad de amar, de crear y de trascender; estas cualidades humanas son las que más nos definen como individuos y nos conectan con algo más grande que nosotros mismos.
«La separación entre nosotros mismos, la humanidad que nos rodea y el cosmos que nos engloba es una línea tenue y muchas veces borrosa. La humildad de reconocer que lo nuestro forma parte de lo de todos nos hará más sabios y mucho más humanos»
Nuestro conocimiento tampoco es nuestro, también es el resultado de lo que aprendemos de los demás. Gran parte de ese conocimiento está precableado en el cerebro, es decir, es producto de la biología evolutiva. Las capacidades cognitivas, como el lenguaje, la percepción y el razonamiento, son adaptaciones que nos permiten sobrevivir y prosperar en el entorno. La inteligencia o la personalidad tienen una base genética, pero gran parte de nuestro conocimiento se adquiere a través de la observación e imitación de los demás. El cerebro humano es plástico y se adapta a las demandas del entorno cultural y, además, los genes pueden verse influidos por el entorno, lo que sugiere una interacción compleja entre naturaleza y cultura. La cultura y la biología humana coevolucionan, influyéndose mutuamente. La separación entre nosotros mismos, la humanidad que nos rodea y el cosmos que nos engloba es una línea tenue y muchas veces borrosa. La humildad de reconocer que lo nuestro forma parte de lo de todos nos hará más sabios y mucho más humanos. Solo nos quedará el amor, el agradecimiento, la superación del rencor y la aceptación de lo diferente como lo más nuestro; lo que podemos ejercer por encima de lo que dictan las normas y la cultura del momento.
Joaquín Salvador Lavado Tejón, Quino, creó hace más de sesenta años una tira cómica protagonizada por una niña que se rebela contra el mundo que van dejando sus mayores. De Mafalda es la frase que resume brillantemente el contenido de esta modesta opinión: «¿Pensaron alguna vez que, si no fuera por todos, nadie sería nada».