14 abril, 2024
Mientras va quedando en el olvido el olor a cera y las vibraciones incandescentes del cirio pascual, borradas por el brillo amable del sol de primavera, a los que ya las barbas nos vienen blancas y lacias por el paso de muchas Pascuas, todavía nos asalta el recuerdo de aquellos majestuosos predicadores que sembraban el terror divino y crucificaban con su oratoria a todos los pecadores que acudían a sus sermones. Eran un auténtico espectáculo; un espectáculo de penitencia y redención. Los púlpitos rugían la venganza divina, mientras el redentor del mundo sufría el viacrucis infligido por los crueles judíos.
Ahora, la Semana Santa ya no es lo que era; aunque, supuestamente, todavía quedan feligreses con suficiente fe para mostrar devoción, el evento se ha tornado en folclore para muchos; y el sufrimiento de Cristo solo se ve en las imágenes. Ya no hay predicadores que nos dejen compungidos, que nos sacudan la conciencia, que nos induzcan autoflagelación moral por nuestras culpas; solo queda la Saeta del Sur y la costumbre aburrida del resto.
Ahora, aquellos oradores (dominicos, maristas, jesuitas, salesianos, agustinos, párrocos cultos) han sido sustituidos por políticos verborreicos (maestros de la falacia), influencers pluriculturales (ebrios de egolatría), opinadores populoides (que hablan de todo y saben de poco), y obispos de la tertulia ungidos con la lerda sabiduría de la improvisación y la opinión sectaria. La oratoria sacra ha sido suplantada por la panfletomanía y la lascivia verbal.
La conciencia de lo correcto ha quedado aplastada por la concupiscencia de lo oportuno. El recogimiento ha sido invadido por el estruendo. La reflexión ha sido suplantada por la reacción defensiva. El calvario en el que viven los que se alimentan de necesidad es un escaparate recreativo para los que abusan de sus privilegios, convirtiéndose en profetas no invitados en un mundo en el que sobran. Son los nuevos oradores en el púlpito del oportunismo, sin conciencia de culpa.
Dice un proverbio inglés que “una conciencia culpable no necesita acusador”; y los propios anglosajones mantienen que “una conciencia tranquila duerme con truenos”. En The Moon and Sixpence, W. Somerset Maugham escribe: “La conciencia es el guardián de las reglas que la comunidad ha desarrollado para sí misma”. Ya Publilius Syrus había dicho en el siglo I a.C. que “incluso cuando no hay ley, hay conciencia”. Para Montaigne, “las leyes de la conciencia, que pretendemos que deriven de la naturaleza, proceden de la costumbre”. En un apartado de A Book of Burlesques, titulado Sententiae, H.L. Mencken refiere que “la conciencia es la voz interior que nos advierte que alguien puede estar mirando”. En Hamlet, Shakespeare declara que “la conciencia nos hace cobardes a todos”. La falta de conciencia es una debilidad interior, una violación del respeto a la verdad y a las personas, la puerta de entrada a la corrupción moral. Y, como decía Voltaire en Sémiramis: “Cuanto más estimable es el ofensor, mayor es el tormento”.
La sociedad ha cambiado en los últimos 50 años todavía más que la Semana Santa tradicional. La sociedad se ha sumergido en un charco de experimentos del que ha emergido en crisis.
En situaciones de crisis surgen los portalenguas, los voceros del reino, cotorras de las consignas del poder, incapaces de parir ideas salidas del útero del sentido común, a veces adornadas con pinceladas científicas, como traje de falsa credibilidad. Son los que desprecian las hemerotecas sembradas por ellos de falsedades y contradicciones. Son los que regalan mascarillas para taparse la cara y que nadie reconozca la suya; los que vacunan en masa, convirtiendo al médico en veterinario; los incapaces de entender que la muchedumbre es un conjunto de personas, de entes individuales, cada uno con su problemática, su biología, su psicología, su conocimiento limitado de los peligros que amenazan su salud y que obedecen por miedo, no por convencimiento; son la cuadrilla entrenada para ordenar, forzar la obediencia, incapaces de instruir.
La conciencia de lo correcto ha quedado aplastada por la concupiscencia de lo oportuno. El recogimiento ha sido invadido por el estruendo. La reflexión ha sido suplantada por la reacción defensiva. El calvario en el que viven los que se alimentan de necesidad es un escaparate recreativo para los que abusan de sus privilegios, convirtiéndose en profetas no invitados en un mundo en el que sobran
En este contexto se forjan los nuevos profetas, carentes de conciencia, en cuyo diccionario el término “deber” ha sido tachado e “interés” escrito dos veces. Envalentonados por la amplificación de los altavoces mediáticos, los nuevos profetas, los profetas del oportunismo, difunden confusión, alimentan la incertidumbre, crean modalidades de transversión y atentan contra la deidad natural de las cosas.
El concepto de salud también ha cambiado, al menos tanto como el sentimiento religioso de la Semana Santa. Antes la gente moría de peste, de infecciones, de calamidades que llegaban de fuera. Ahora la gente muere de convulsiones que vienen de dentro, de infarto, de ictus, de cáncer, de locura, de demencia. Antes la medicina era reparadora; el médico tenía sentido cuando ya estabas roto. Ahora la medicina es predictiva; el médico debe ser un agente de prevención, preservador de la salud. Antes se llamaba enfermedad a cualquier cosa que tuviera síntomas, a lo que se le ponía un nombre y se le colgaba un diagnóstico; sin síntomas no había enfermedad; predecir era imposible. Ahora estamos en condiciones de identificar el riesgo con décadas de antelación e intentar interceptar la evolución del volcán que se está gestando dentro, de forma silente. Antes la medicina pretendía curar enfermedades; ahora la medicina pretende evitarlas. Antes se daban los medicamentos a granel, siguiendo los criterios de las agencias reguladoras ocultas tras las cortinas de los ministerios de sanidad, alimentados por la industria farmacéutica.
Ahora los medicamentos se pueden prescribir de forma personalizada, cuando el médico conoce el perfil farmacogenético de sus pacientes. Antes se mataba un cáncer a cañonazos; ahora se analiza el arma terapéutica más eficaz antes de disparar para evitar daños colaterales irreparables, efectos indeseables, toxicidad evitable. Antes se daban toneladas de neurolépticos a los locos; lo importante era tenerlos tranquilos, paralizados en el psiquiátrico, inmóviles con la camisa de fuerza química, aunque ello acortase sus vidas o generase un ejército de discapacitados extrapiramidales. Ahora podemos elegir el mejor antipsicótico, ajustado al perfil genómico de cada esquizofrénico, para que corrija sus síntomas de la forma menos tóxica posible y le permita vivir en sociedad, fuera del cautiverio de los manicomios. Antes se tardaba años -o se decía al anciano que perdía memoria que volviese en 6 meses a ver cómo iba- en diagnosticar una demencia; o se le proponía a un sospechoso de Alzheimer hacer una biopsia cerebral para confirmar un diagnóstico para el que no había tratamiento.
Ahora se puede predecir el riesgo de una demencia degenerativa con 20-30 años de antelación mediante biomarcadores genómicos y epigenéticos. Antes solo había prevención para lo que era potencialmente vacunable (gripe, polio, sarampión, rubeola…), detrás de lo cual siempre había bichos, gérmenes oportunistas que desafiaban al sistema inmune. Ahora se ofrece prevención a casi todo, aunque sea con vacunas cuyas consecuencias son imprevisibles y cuyos efectos a largo plazo son un enigma que solo el tiempo podrá desvelar.
El caso es que entre el antes y el ahora hay décadas de distancia y millones de personas; unas que se han quedado ancladas en el antes; y otras que se han subido al carro del ahora sin dar tiempo a que el conocimiento sedimente. Y en medio, un nutrido grupo de iberos orgullosos de proclamar que “lo que yo no conozco no existe”.
Estos profetas de la inacción ignoran que el conocimiento en sí mismo es un beneficio neto y que cada cual valora el conocimiento de forma diferente, por lo que el derecho al conocimiento es intrínseco al derecho a la salud; y la sociedad debe saber lo que el progreso científico puede aportar a su bienestar; pues, después de todo, es la sociedad quien paga; no los gobiernos, ni los administradores de la salud, ni el brazo armado de la administración que se disfraza con el mono del funcionariado. Este colectivo de parásitos oficiales, alimentados con pienso de cebo, muestran un creciente apetito por inmiscuirse en la privacidad de las personas, para influir en sus decisiones o -lo que es peor- forzar estilos de vida o formas de ser que ni la razón ni la naturaleza respaldan.
Hace unos años, cuando se puso de moda el diagnóstico genómico, una encuesta mundial preguntaba a la población general si estaba interesada en saber si iban a padecer una demencia. Como en política, el 50% de los encuestados decían que sí y el otro 50% que no. Cuando la encuesta se redujo a las familias en cuyo seno había historia de demencia, el 80% dijo que sí y el 20% que no; y cuando en esas familias, con antecedentes de demencia, se interrogó a hombres y mujeres por separado, el 95% de las mujeres dijeron que sí y los hombres con interés por saberlo no pasaron del 85%. Al preguntar a las mujeres por qué querían saber si iban a tener una demencia o no, la mayoría respondió que era porque querían planificar su vida y no ser una carga para sus familias. Que cada cual haga su propia interpretación de género.
Antes la medicina pretendía curar enfermedades; ahora la medicina pretende evitarlas. Antes se daban los medicamentos a granel, siguiendo los criterios de las agencias reguladoras ocultas tras las cortinas de los ministerios de sanidad, alimentados por la industria farmacéutica. Ahora los medicamentos se pueden prescribir de forma personalizada, cuando el médico conoce el perfil farmacogenético de sus pacientes. Antes se mataba un cáncer a cañonazos; ahora se analiza el arma terapéutica más eficaz antes de disparar para evitar daños colaterales irreparables
Los predicadores de dudosa conciencia tienen un discurso cuando la cosa no va con ellos, que cambia cuando el rayo brasea sus carnes. A estos, Martín Lutero les dejó escrito en su Table Talk de 1569: “El que tiene una sola Palabra de Dios delante de sí, y de esa Palabra no puede hacer un sermón, nunca puede ser predicador». Son esos oradores que, como dice un viejo proverbio germánico, no se escuchan a sí mismos; de hacerlo, les caería la cara de vergüenza, si la tuvieran.
La experiencia personal y el sufrimiento familiar imponen criterios de responsabilidad que refuerzan la lógica. El conocimiento aumenta la sensibilidad ante los problemas de cualquier naturaleza; y el conocimiento ayuda a tomar decisiones más apropiadas que las de la avestruz, que prefiere meter la cabeza bajo el ala para ignorar el peligro. En sus Analects del siglo VI a.C., Confucio decía: “Aprender sin pensar es trabajo perdido; y el pensamiento sin aprendizaje es peligroso». En un discurso del 23 de octubre de 1844, titulado The Value of Literature to Men of Business, Benjamin Disraeli transmitía a su selecta audiencia: “Es el conocimiento el que influye y equipara la condición social del hombre; que da a todos, por muy diferente que sea su posición política, pasiones que son comunes y goces que son universales”.
Todavía quedan nostálgicos de los padres “predicadores” de Semana Santa, cuando la autoridad la ostentaba el alcalde, el médico, el maestro y el cura. Ahora el poder está mucho más repartido y las opiniones están tan diseminadas en Internet que la objetividad del conocimiento requiere agudeza y gran capacidad de discriminación para que el amplio acceso que hoy hay a la información no se convierta en un cóctel de toxicidad informativa, y para que los profetas oportunistas no envenenen el cáliz donde la ciencia depura el vino de la verdad a través del conocimiento. En su famoso Lacon, Charles Caleb Colton dice: “El conocimiento es doble, y consiste no sólo en la afirmación de lo que es verdadero, sino en la negación de lo que es falso”. Los discursos que silencian la verdad, cargados de apologética perversa, de negación de la pluralidad, de criminalización del contrario, son mera propaganda de ideas inconsistentes. En su Brave New World, Aldous Huxley dice: “Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino absteniéndose de hacerlo. Grande es la verdad, pero aún más grande, desde un punto de vista práctico, es el silencio acerca de la verdad”. Por su parte, Bertrand Russell, en The Conquest of Happiness, se plantea ¿Por qué la propaganda tiene más éxito cuando incita al odio que cuando trata de suscitar sentimientos amistosos?
En este mundo de confusión y abuso muchas cosas podrían simplificarse, incluso en ausencia de sermones apocalípticos, si fuésemos capaces de abrazar con sencillez la virtud de la conciencia y la lógica de la razón. Josh Billings afirma que “la razón a menudo comete errores, pero la conciencia nunca los comete”. La conciencia nos da coraje. James Freeman Clarke defendía que “la conciencia es la raíz de todo verdadero valor; si un hombre quiere ser valiente, que obedezca a su conciencia”. La conciencia aporta serenidad cuando nuestros actos son acordes. El mismísimo Lord Byron, no precisamente un ejemplo de vida sosegada, decía que “una conciencia tranquila hace que uno esté sereno”; medio siglo antes, Lord Chesterfield pensaba lo mismo: “Un hombre que disfrute de una conciencia tranquila debe llevar una vida tranquila”. Nada nuevo para Lucio Anneo Séneca que, a comienzos de nuestra era, escribió que “el fundamento de la verdadera alegría está en la conciencia”. Isaak August Dorner, teólogo y líder de la iglesia luterana alemana en el siglo XIX, abundaba en que “la verdad no es tanto que el hombre tenga conciencia, sino que la conciencia tenga al hombre”. Quizá no andaba muy desacertado en su apreciación. Para los chinos, “el que sacrifica su conciencia a la ambición quema un cuadro para obtener cenizas».