
8 octubre, 2025
Dimisión. He aquí una palabra que parece haber desaparecido del diccionario político español. En otros países, basta con que un dirigente sea salpicado por una sospecha para que presente su renuncia de inmediato. Aquí, sin embargo, hay que arrastrarlos con una orden judicial, y aun así, muchos se resisten.
Lo de hoy en el Congreso de los Diputados ha sido un reflejo perfecto de esta cultura política: el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se dirigía al líder de la oposición con un enigmático «Ánimo, Alberto», en referencia a las noticias recientes que afectan al entorno familiar del señor Feijóo. Y sin embargo, él mismo sigue en la Moncloa, pese a que su propia esposa está siendo investigada por presunto tráfico de influencias, y varios de sus ministros se han visto envueltos en escándalos públicos. ¿Dónde queda entonces la coherencia política?
Lo más alarmante no es solo que no dimite nadie. Es que ya ni nos escandaliza. En lugar de exigir responsabilidad, muchos ciudadanos han aprendido a justificar lo injustificable, dependiendo del color político del implicado. Hemos pasado de la indignación al hartazgo, y del hartazgo a la resignación.
Y mientras tanto, salimos en masa a manifestarnos por lo que ocurre en otros países. Nos solidarizamos con causas internacionales, denunciamos regímenes autoritarios al otro lado del mundo, exigimos dimisiones en gobiernos extranjeros… pero aquí, en casa, miramos hacia otro lado. ¿Acaso no nos damos cuenta de la gravedad?
En España, tenemos casos para aburrir. El caso Koldo, con ramificaciones en varios niveles del Gobierno central. El escándalo del «Tito Berni», un diputado implicado en una red de corrupción y prostitución. Y si miramos al Partido Popular, tampoco están limpios: Bárcenas, Gürtel, Kitchen… por citar solo algunos. ¿Y cuántos dimitieron antes de que un juez los sentara en el banquillo? Muy pocos.
En Europa, la política se entiende de otra forma. En 2021, el ministro de Salud de Austria dimitió por no sentirse capaz de manejar la crisis del COVID-19. En 2020, en Finlandia, la ministra de Finanzas presentó su dimisión tras ser sorprendida en una fiesta cuando aún tenía síntomas de COVID. ¿Y aquí? Aquí los políticos se aferran al cargo como si fuera una propiedad privada.
Esta falta de cultura de dimisión es reflejo de un sistema político viciado, en el que la lealtad al partido pesa más que la responsabilidad institucional. No se dimite porque no se concibe la política como un servicio público, sino como una carrera profesional. Un político en España solo deja el cargo si lo hace obligado por la justicia o si el escándalo se convierte en una losa electoral.
No podemos permitir que la ética en política se convierta en una rareza. Es urgente recuperar valores como la coherencia, la transparencia y, sobre todo, la rendición de cuentas. La dimisión no debe verse como una derrota, sino como un acto de dignidad política.
Necesitamos una sociedad que exija a sus dirigentes el mismo nivel de ejemplaridad que reclamamos en otros aspectos de la vida. Solo así podremos empezar a cambiar esta cultura tóxica del “todo vale mientras no me pillen”. Porque un país sin responsabilidad política es un país sin futuro.