7 septiembre, 2024
Antes de la Constitución de 1978, cuando se redactaba una instancia dirigida a determinadas autoridades había que escribir antes de la firma: Es gracia que espera del recto proceder de Vuestra Ilustrísima, cuya vida Dios guarde muchos años. La frase no tiene desperdicio, porque presupone que todos los derechos de ciudadano son algo que discrecionalmente le concede el estado, encarnado en una autoridad que obra rectamente, como no podía ser de otra manera. Pero es que además había que desearle al funcionario una buena salud para que viviese muchos años, sin especificar si esos años abarcaban su vida como servidor público, o también incluían su jubilación y vejez.
Esta fórmula pertenece ya a la arqueología del franquismo, pero por desgracia algunas de las ideas presentes en ella siguen en vigor, porque la mayor parte de la gente cree que todo o casi todo se lo debe al gobierno, que puede otorgarnos nuestros derechos o quitárnoslos, según su recto proceder y de acuerdo con su criterio discrecional. La gente se lo cree porque los políticos así lo dan a entender, sin darse cuenta de que nuestros derechos fundamentales son inalienables y los poseemos por nosotros mismos, y de que esos derechos están plasmados en las leyes y normas con las que se administra el estado. Es el estado quien garantiza nuestros derechos, y no los gobiernos de turno, y por eso podríamos decir que cuanto más estado y menos gobierno haya, mejor.
«Los gobiernos no solo controlan nuestros cuerpos, cobrándonos impuestos e imponiendo las normas que regulan nuestras vidas, sino también nuestras almas, o nuestras mentes. Y eso lo consiguen gracias a su dominio de la información institucional, de los medios de comunicación públicos, e indirectamente de los privados»
Los gobiernos no solo controlan nuestros cuerpos, cobrándonos impuestos e imponiendo las normas que regulan nuestras vidas, sino también nuestras almas, o nuestras mentes. Y eso lo consiguen gracias a su dominio de la información institucional, de los medios de comunicación públicos, e indirectamente de los privados, y gracias al control de la educación y la cultura. Así crean cada semana sus lemas, que se repiten constantemente. Esos lemas tienen como fin manipular los sentimientos y las ideas de la gente y a veces son muy difíciles de desmontar, como veremos en el caso del llamado contrato electoral, que tal como se formula es casi una tomadura de pelo que desvirtúa el sentido de nuestras instituciones representativas.
Se dice y se repite que en las campañas electorales los partidos y sus candidatos en cada circunscripción firman un contrato con sus electores, pero no hay nada más lejos de la realidad, porque no se cumple ninguna de las condiciones básicas de cualquier contrato, a saber, delimitar quiénes son las partes contratantes, qué es lo que contratan y a cambio de qué, añadiéndole a esto las condiciones en las que se pueda denunciar el incumplimiento de ese contrato.
En todas las elecciones el voto es secreto. El candidato no puede ir por ahí preguntando a cada cual si lo va a votar, para luego poder darle cuenta de sus acciones. Ni el candidato puede preguntar a nadie si lo vota, ni los votantes tienen la obligación de decir públicamente lo que han votado. Por esta razón el voto de cada ciudadano no puede ser un contrato, a menos que existan contratos en los que ambas partes puedan ser secretas y no tener conocimiento una de la otra. Si alquilamos un piso tenemos derecho a saber quién es el arrendador, quién el arrendatario, de qué piso se trata y por cuánto es el alquiler. El voto, entonces, además de ser un contrato de tapadillo entre dos partes que no tienen derecho a conocerse, y entran en una especie de salón oscuro como para ir a celebrar una especie de orgía política, tampoco tiene contenido. ¿Qué da cada una de las dos partes a la otra y a condición de qué? En realidad nada.
«El voto, entonces, además de ser un contrato de tapadillo entre dos partes que no tienen derecho a conocerse, y entran en una especie de salón oscuro como para ir a celebrar una especie de orgía política, tampoco tiene contenido»
¿Qué tiene que ofrecer el votante que pueda intercambiar? Se dice que el pueblo es el sujeto poseedor de la soberanía popular. Antes de la existencia de los sistemas constitucionales la soberanía – o sea, la capacidad de gobernar, dictar leyes y administrar justicia – correspondía al soberano, al rey, y por eso se le llamaba soberanía. El rey la recibía por delegación de Dios, que era el soberano supremo, y por eso los reyes eran reyes por la gracia de Dios y Franco también era caudillo con ese mismo procedimiento, que se simbolizaba cuando entraba en la iglesia bajo palio, compartiendo el honor con las custodias que contenían la hostia consagrada, encarnación del cuerpo de Cristo.
Bien, usted es un votante, pero ¿cómo tiene esa soberanía que va a intercambiar con el candidato? Si usted vive en un país con 40 millones de votantes, ¿le corresponden 1/40.000.000 de soberanía? Y es que, como somos iguales ante la ley habría que repartir esa soberanía equitativamente, claro está. Pero entonces, si solo vota el 50%, ¿qué pasa? ¿La soberanía se reduce a la mitad y el gobierno es legítimo solo a medias? Pues da la impresión de que no. La soberanía de los que no votan vale cero. Si la soberanía fuese una línea recta tendría en nuestro ejemplo 40 millones de puntos, pero cuando solo votan 20 millones la soberanía es igual, o lo que es lo mismo, la recta tiene la misma longitud, porque la soberanía es indivisible. Pero, usted me dirá, ¿como es posible que una recta que tiene 40 millones de punto mida lo mismo que otra que solo tiene 20.? Pues porque los puntos de una recta no se pueden numerar, y la soberanía tampoco. Por eso debe usted saber que su cuota de soberanía es igual a cero. Usted no es soberano ni ocho cuartos, usted es solo un votante, un número que entra en una estadística que no puede controlar de ninguna manera, porque el partido que votó se puede aliar con otros.
Usted ha votado y pasado a ser una bolita en la esfera de un bingo. Su voto puede decidir un escaño. Nadie le ha preguntado lo que piensa, ni los candidatos, ni la mesa electoral en la que deja la papeleta. En realidad usted no tiene derecho a opinar, porque no es candidato. Lo único que puede hacer es escoger las opiniones y promesas no verificables de quienes se presentan. Se dice que usted tiene el sufragio activo y los candidatos el pasivo. Es decir, que usted da y ellos reciben, por eso se llama sufragio pasivo, pero el pasivo es usted que da lo que no tiene – la soberanía- a cambio de nada, porque no tiene medios de exigir que se cumplan los programas y las promesas. Los candidatos podrían formular su supuesto contrato electoral así: si sale cara gano yo y si sale cruz pierdes tú. Porque le han dicho que usted es importantísimo, pero actualmente es casi imposible que le reciba una autoridad, porque casi ni los funcionarios le atienden como se merece.
«Se dice que usted tiene el sufragio activo y los candidatos el pasivo. Es decir, que usted da y ellos reciben, por eso se llama sufragio pasivo, pero el pasivo es usted que da lo que no tiene – la soberanía- a cambio de nada, porque no tiene medios de exigir que se cumplan los programas y las promesas»
Un supuesto contrato electoral es un contrato en el que una de las parte da, a cambio de nada, lo que no tiene, a otra persona que en compensación tampoco le devolverá personalmente nada. Y por el que además la primera de las partes, los votantes, consentirán que les gobiernen aquellos a los que le han regalado lo que no tienen, a cambio de nada. Podría dar la impresión de que las elecciones son una tomadura de pelo, pero no lo son por una razón. Y es que sirven para echar a los que nos están gobernando, aunque sea apostando a ciegas por otros, que también podrán ser apartados de sus cargos.
Las elecciones son importantes y los sistemas democráticos representativos son los menos malos de todos los sistemas políticos, porque permiten el cambio y porque permiten, o por lo menos deberían permitir, la crítica del gobierno y los gobernantes. La democracia representativa se basa en un principio fundamental, y es el que establece que es el estado el que administra y garantiza nuestros derechos. Son los sanitarios los que hacen posible la sanidad pública, y no los ministros de turno. La educación de calidad solo la pueden garantizan los profesores, la justicia los jueces y el sistema judicial, y la seguridad y la defensa la policía y el ejército.
«Por desgracia últimamente da la impresión de que la democracia representativa consiste en hacer elecciones para que unos partidos consigan votos, y que con esos votos consigan ocupar miles de cargos en todos los niveles de la administración, colocar a determinadas personas y administrar de modo muchas veces sesgado el dinero público»
La misión de los gobiernos es intentar mejorar el estado, que debe funcionar siguiendo sus lógicas específicas en cada uno de sus campos, y no manipularlo para beneficio de unos pocos, sean los poderes económicos o los propios políticos y sus partidos. Por desgracia últimamente da la impresión de que la democracia representativa consiste en hacer elecciones para que unos partidos consigan votos, y que con esos votos consigan ocupar miles de cargos en todos los niveles de la administración, colocar a determinadas personas y administrar de modo muchas veces sesgado el dinero público. Y gracias a todo esto poder conseguir más votos para que la rueda vuelva a girar de nuevo ante los ojos atónitos de los ciudadanos, a los que se le otorgan las gracias que surgen del recto proceder de unas ilustrísimas, que cada vez son menos ilustres y más chabacanas. Los ciudadanos deberían ser conscientes de que no le deben nada a ninguna de las autoridades públicas, porque esas autoridades son sus dignos servidores, y no sus amos.