16 septiembre, 2024
La representación de la justicia con una venda en los ojos y una balanza en la mano es una imagen icónica que ha perdurado a lo largo de los siglos y que encierra un profundo significado. Cada uno de estos elementos tiene un simbolismo particular que, en conjunto, representa los ideales de un sistema judicial justo e imparcial. La venda en los ojos simboliza imparcialidad, objetividad y equidad. La justicia debe ser ciega; no debe dejarse influenciar por factores externos como la apariencia física, el estatus social, la riqueza, la raza, la religión o cualquier otra característica personal del individuo. Al no poder ver, la justicia se centra exclusivamente en los hechos y las pruebas presentadas en un caso, evitando así juicios basados en prejuicios o favoritismos. La venda garantiza que todos los individuos sean tratados por igual ante la ley, sin distinción alguna. La balanza representa equilibrio, justicia ponderada y equidad.
Estos símbolos tienen sus raíces en la antigüedad. La balanza, por ejemplo, se remonta al antiguo Egipto, donde el dios Anubis utilizaba una balanza para pesar el corazón de los difuntos. En la Grecia clásica, la diosa Themis, relacionada con la justicia, también era representada con una balanza. La venda, por su parte, se incorporó a la iconografía de la justicia en épocas posteriores, posiblemente influida por representaciones de otras deidades como Fortuna o Tique.
Más allá de las limitaciones de este simbolismo insuficiente, la justicia está condicionada por las leyes, que no siempre son justas. Una justicia ciega pierde muchos detalles, camina lentamente, palpando -porque no ve-, y aunque el simbolismo femenino es bello, el conjunto traduce una justicia lisiada, como decía Finley Peter Dunne Sobre los juicios penales en Mr. Dooley (1901): “Le doy la razón a Hogan cuando dice: «La justicia es ciega». ¡Es ciega, sorda y muda y tiene una pierna de palo!”. El simbolismo clásico de la justicia omite importantes funciones somatosensoriales, además de la inteligencia y las emociones -que casi nunca contemplan las leyes y son patrimonio exclusivo de los jueces. Por eso, quizá tenía cierta razón Robert G. Ingersoll al decir que “la justicia debería quitarse la venda de los ojos el tiempo suficiente para poder distinguir entre los viciosos y los desdichados. El triunfo de la justicia es la única paz”. La propia imparcialidad tiene sus claroscuros. Hablando de ello en Back to Methuselah (1921), George Bernard Shaw decía que “sólo los extraños son imparciales”.
«Más allá de las limitaciones de este simbolismo insuficiente, la justicia está condicionada por las leyes, que no siempre son justas. Una justicia ciega pierde muchos detalles, camina lentamente, palpando -porque no ve-, y aunque el simbolismo femenino es bello, el conjunto traduce una justicia lisiada»
En Ética a Nicómaco, Aristóteles decía, allá por el siglo IV a.C.: “Toda virtud se resume en actuar con justicia”. La virtud clave de la justicia debiera ser la imparcialidad, vista con todos los sentidos, con capacidad de aprendizaje, con inteligencia adaptativa y con memoria reciente y remota; y las decisiones judiciales debieran estar fundamentadas en pruebas incontrovertibles para evitar la influencia subjetiva de los sentidos. Ambas cosas son difíciles cuando hay emociones por medio y cuando la interpretación de pruebas se basa en opiniones (humanas, interesadas, potencialmente manipulables). Imparcialidad e independencia son piedras de la misma muralla que da robustez a la justicia. Ambas son interdependientes e inseparables; pero, frecuentemente, la justicia las segrega con pretensiones oscuras.
La administración de la justicia debe ser un acto riguroso, discreto, casi sagrado por respeto a la verdad y a las consecuencias punitivas del delito; y, sin embargo, el santuario de la justicia se ha convertido en un teatro donde se escenifican tragicomedias, con audiencia, publicidad y juicios paralelos, donde -además- se cultiva la impresionabilidad interpretativa de las argucias dialécticas de los letrados. El 30 de julio de 1977, el editor inglés Richard Ingrams decía en The Guardian: “He llegado a considerar los tribunales de justicia no como una catedral sino más bien como un casino”. Ocasionalmente tienen la apariencia de un lupanar.
El ejercicio de la justicia es un acto humano, no ajeno a cualquier vicio de especie. En opinión de Max Beerbohm, “de alguna manera, nuestro sentido de justicia nunca se despierta de su letargo hasta mucho después de que el sentido de injusticia en los demás se haya despertado por completo”. Para Ugo Betti, “es perfectamente obvio que alguien es responsable y alguien es inocente. De lo contrario, la justicia no tiene ningún sentido. Pero como el mundo se equivoca, la justicia debe ser guardiana de los errores del mundo”. Como acto humano, la justicia se desvía, por exceso y por defecto, con las pertinentes consecuencias personales y sociales. Epicuro ya pensaba en el siglo III a. C. que “no existe la justicia en abstracto; es meramente un pacto entre hombres”. “La víctima de una ley demasiado severa es considerada un mártir más que un criminal”, decía Charles Caleb Colton en 1825. Thomas Fuller, en su Gnomologia de 1732, expresaba: “La justicia no condenará injustamente ni siquiera al mismo Diablo. La justicia rígida es la mayor injusticia. El juicio no es justo cuando el afecto es juez”. En The Sorrows of Priapus (1957), Edward Dahlberg escribía: “Los hombres son demasiado inestables para ser justos; están irritables porque no han orinado en el momento habitual, o porque no han sido acariciados o elogiados”. Daniel Defoe sostenía en The Shortest Way with the Dissenters (1702) que “la justicia siempre es violenta con la parte que ofende, porque cada hombre es inocente a sus propios ojos”. Por su parte, Goethe proponía alternativas en1825: “Se puede hacer mucho con severidad; más con amor; pero más con claro discernimiento y justicia imparcial”. William Hazlitt exponía su criterio al decir en 1823 que “lo que hace tan difícil hacer justicia a los demás es que apenas somos conscientes del mérito, a menos que coincida con nuestras propias opiniones y línea de búsqueda; y cuando este es el caso, interfiere con nuestras propias pretensiones”. Coincide en algo con el proverbio italiano: “Cada uno ama la justicia en los asuntos de otro”.
«La administración de la justicia debe ser un acto riguroso, discreto, casi sagrado por respeto a la verdad y a las consecuencias punitivas del delito; y, sin embargo, el santuario de la justicia se ha convertido en un teatro donde se escenifican tragicomedias, con audiencia, publicidad y juicios paralelos»
La justicia puede ser víctima de las costumbres, de la cultura, de la geografía o de la jurisprudencia, que no siempre es correcta. En un escrito Sobre la redacción de un testamento (1919), Finley Peter Dunne criticaba ciertas actitudes sociológicas de la cultura norteamericana: “En este país se presume que un hombre es culpable hasta que se prueba su culpabilidad y después se presume que es inocente”. Pascal anticipaba en sus Pensées de 1670: “No vemos justicia ni injusticia que no cambie de naturaleza con el cambio de clima. Tres grados de latitud invierten toda jurisprudencia; un meridiano decide la verdad”. Algunas decisiones judiciales, animadas por leyes inspiradas en criterios religiosos o políticos, incitan a la venganza. Sería el caso de la Ley del Talión en la tradición judaica (“Ojo por ojo y diente por diente”), quizá plagiada del Código de Hammurabi, del 2030 a.C.: “Si un hombre destruye el ojo de otro, le destruirán el suyo”.
La memoria del hombre es volátil y la justicia no puede olvidar esta vulnerabilidad humana. En Las suplicantes (c. 421 a.C.), Eurípides decía: “Mantén viva la luz de la justicia, y mucho de lo que los hombres dicen con reproche te pasará de largo”.
La justicia puede ser injusta. Sófocles dice en Antígona (442 a.C.): “Hay ocasiones en las que incluso la justicia hace daño” En La República de Platón (siglo IV a.C.) aparece la frase: “En todas partes hay un principio de justicia, que es el interés del más fuerte”. Tan injusto como esto es la construcción de un modelo de justicia basado en el derecho de los más débiles, como proponía Joseph Joubert en sus Pensées de1842. La justicia para ser idealmente justa debería basarse en leyes anticipatorias de carácter profiláctico, que anulen el abuso de cualquier extremo en términos de poder, sexo, raza o religión. Para Horacio, en sus Sátiras (35 a.C.), “la fuente de la justicia fue el miedo a la injusticia”. Montaigne decía en1580 que “incluso las mismas leyes de la justicia no pueden subsistir sin una mezcla de injusticia”. Napoleón, en sus Máximas de 1804, era de la idea de que “en materia de gobierno, la justicia significa fuerza tanto como virtud”. En el The Thebaid de Racine, de 1664, se lee: “La justicia extrema a menudo es injusta”.
«La justicia también es injusta cuando no mide sus tiempos, cuando sus ritmos no se acompasan al calendario del mundo real, cuando interpreta que el tiempo de un juez es más valioso que el de cualquier otra persona, cuando se coloca por encima del bien y del mal.
La justicia también es injusta cuando no mide sus tiempos, cuando sus ritmos no se acompasan al calendario del mundo real, cuando interpreta que el tiempo de un juez es más valioso que el de cualquier otra persona, cuando se coloca por encima del bien y del mal. Una justicia lenta, por principio, es una justicia torpe; y una justicia desconsiderada es una justicia deficiente e injusta. Yevgeny Yevtushenko decía en1963 que “la justicia es como un tren que siempre llega tarde”; Robert F. Kennedy, en el capítulo To Secure These Rights de la obra The Pursuit of Justice, de 1964, sostiene que “la justicia demorada es democracia negada”.
La justicia no debe ser ajena a la generosidad y a la misericordia. Joseph Rous decía en sus Meditations of a Paris Priest, en 1886: “Amamos mucho a la justicia y poco al hombre.
Es imposible ser justo sin ser generoso”. En The School for Scandal (1777), Richard Brinsley Sheridan abogaba más por la justicia: “Sé justo antes de ser generoso”. Sófocles, en Filoctetes (409 a.C.), aventuraba que “los justos son mejores que los inteligentes”. Pero en términos de justicia las cosas no son tan simples, sobre todo teniendo en cuenta -como les dijo Woodrow Wilson a sus correligionarios en la Convención Nacional Demócrata del 7 de julio de 1912: “Ningún hombre puede ser justo si no es libre”. En situaciones de incertidumbre, Voltaire recomienda en Zadig (1747): “Es mejor arriesgarse a salvar a un hombre culpable que condenar a un inocente”.
La pieza clave en la cúspide de la pirámide judicial es un ser humano con poder decisorio. Ese/a administrador/a de la justicia precisa de conocimiento, experiencia, salud mental y capacidad cognitiva. Merecería análisis aparte la consideración de estas cualidades necesarias cuando el poder de decidir se transfiere o delega en un jurado popular, donde la víscera domina al intelecto. Hay abismos de oscuridad en el control de calidad de la justicia, de los abusos de la justicia, de la inestabilidad y desequilibrio de la balanza que porta un miembro manco, y del parche de pirata que sustituye a la venda.
«Un juez jamás debiera dejarse influir por sus creencias y afinidades políticas a la hora de administrar justicia. El contenido del maletín se enriquece con la edad, la experiencia, la madurez personal y la ética profesional. El tiempo ayuda a madurar, pero el peso del tiempo puede dañar los cimientos»
Imparcialidad e independencia son caras de la misma moneda que todo juez debe llevar en el maletín que transporta mentalidad y profesionalidad. Igual que un científico no debe permitir que su religión o su ideología afecten los resultados de sus investigaciones, un juez jamás debiera dejarse influir por sus creencias y afinidades políticas a la hora de administrar justicia. El contenido del maletín se enriquece con la edad, la experiencia, la madurez personal y la ética profesional.
El tiempo ayuda a madurar, pero el peso del tiempo puede dañar los cimientos de la objetividad. Platón propone en La República que “el juez no debe ser joven; debe haber aprendido a conocer el mal, no desde su propia alma, sino a partir de una observación tardía y prolongada de la naturaleza del mal en los demás”. La edad puede convertirse en un hándicap, por la acumulación de vicios, tentaciones, corruptelas y prevaricaciones, que van debilitando la muralla de la imparcialidad y la independencia. Así, Aristóteles insinuaba en Politics: “Que los jueces de causas importantes tengan que ejercer de por vida es un asunto discutible porque la mente envejece como el cuerpo”. En un discurso de la New York State Bar Association, el 17 de enero de 1899, Oliver Wendell Holmes manifestaba que “los jueces suelen ser hombres de edad avanzada, y es más probable que odien las vistas y los análisis a los que no están acostumbrados y que perturban el reposo mental, que enamorarse de las novedades”.
En Proverbios del púlpito de Plymouth (1887), Henry Ward Beecher ahondaba en el análisis: “Tomad todas las togas de todos los buenos jueces que han vivido alguna vez sobre la faz de la tierra, y no serán suficientemente grandes para cubrir la iniquidad de un juez corrupto”. En un capítulo de sus Essays de 1625, titulado On Judicature, Francis Bacon advertía: “Los jueces deben tener cuidado con las inferencias, porque no hay peor tortura que la tortura de las leyes”. Echando mano de la ironía, Finley Peter Dunne usaba a Mr. Dooley para decir: “Tengo un gran respeto por la ley, por ser tan buena como la mayoría de los hombres enojados e indignados que se pueden encontrar en cualquier parte”.
El juez tiene la enorme responsabilidad de decidir sobre la vida y el futuro de las personas. Sus errores son tan o más crueles que los del médico. Según Publilius Syrus, “el juez es condenado cuando el criminal es absuelto”, y en el secreto de su conciencia siempre habrá agujeros negros, vacíos profesionales, cobardías, excesos ególatras y cualquier otra debilidad humana que solo su madurez sabrá discernir, desterrar o iluminar para enfrentarse al desafío cotidiano de administrar justicia, a sabiendas de que tiene que navegar en un mar de engaños y mantener a flote el arca de la justicia. En su Diccionario filosófico (1764), Voltaire escribió: “Los dignos administradores de la justicia son como un gato encargado de cuidar un queso, para que no sea roído por los ratones. Una mordedura del gato hace más daño al queso que veinte ratones”.
«Como toda actividad humana, la administración de la justicia es una tarea compleja, difícil e imperfecta, susceptible de mejoras; y, como toda actividad humana, además de leyes requiere principios éticos y morales que están por encima de la ley»
Como toda actividad humana, la administración de la justicia es una tarea compleja, difícil e imperfecta, susceptible de mejoras; y, como toda actividad humana, además de leyes requiere principios éticos y morales que están por encima de la ley. Una justicia eficiente, basada en leyes modernas, capaces de preservar lo mejor del pasado y destruir todo lo abominable de muchas leyes sesgadas, adaptada a las necesidades presentes -libre de intereses partidistas- y abierta a retos futuros, debe asumir -desde su independencia- que lo políticamente correcto no es decir amén a lo que los poderes fácticos quieren oír, sino sembrar nuevas formas de pensamiento que nos permitan ser mejores y vivir en armonía con nosotros mismos y con aquellos con los que convivimos, al estilo de lo que distinguía Cicerón en De Officiies en el 44 a.C.: “Existe una diferencia entre justicia y consideración en las relaciones con los demás. La función de la justicia es no hacer daño a los demás; la de la consideración, no herir sus sentimientos”.
Una sociedad utópica, perfecta, sería aquella en la que no hiciesen falta jueces ni leyes, en la que cada uno fuese el principal juez de sí mismo, al modo de lo que soñaba Shakespeare en Measure for Measure (1605): “El que empuñe la espada del cielo debe ser tan santo como severo”. Puesto que la utopía es un sueño imposible -en un mundo habitado por seres imperfectos-, habrá que proteger en una urna de cristal ignífuga el concepto de que justicia es administrar libertad y distribuir de forma ecuánime riqueza material y espiritual, mucho más que cumplir las leyes impuestas por la necesidad o la conveniencia. Una justicia que no ve más allá de la ley, además de ciega, es sorda, muda, manca y coja.