28 abril, 2024
A mediados del siglo xii surgieron en Europa las universidades a partir de las escuelas catedralicias y monásticas que existían desde la Alta Edad Media. Estos nuevos centros de enseñanza superior, más independientes y organizados, florecieron por el aumento del interés por el conocimiento y las nuevas ideas, especialmente en áreas como el derecho, la medicina, la astronomía y la teología, y por la demanda de profesionales especializados en estas materias para ocupar cargos en la Iglesia, el Gobierno y la Administración pública. El modelo fue muy satisfactorio y después de las universidades de Bolonia, París y Oxford, ya populares en el siglo xiii, siguieron creándose nuevos centros en los siglos siguientes –como la de Santiago de Compostela, fundada en 1495–. Las universidades impulsaron el desarrollo del conocimiento y promovieron la cultura.
Por su propia esencia, la Universidad debería ser un revulsivo social, una institución que motivase y dirigiese a la sociedad hacia cotas más elevadas de convivencia y progreso. Sin embargo, la situación actual dista de ese objetivo y la Universidad siempre está intentando adaptarse a las necesidades de una sociedad que evoluciona más ágilmente que la rígida burocracia académica.
Se supone que la Universidad del siglo xxi debe ser una institución abierta, flexible y comprometida con la sociedad, adelantada en la creación de nuevos conocimientos y que prepare a los estudiantes para afrontar los desafíos del futuro. La sociedad demanda la formación de profesionales íntegros, competentes, cultos y con una visión crítica del mundo. Sin embargo, la Universidad española está lejos de conseguir este objetivo. La educación superior sigue siendo inaccesible para muchas personas debido al coste o a otras barreras, el abandono es excesivo y traumático y se produce una notable desconexión con el mercado laboral.
El objetivo de formar individuos cultos con espíritu crítico no solo no se haconseguido, sino que está en regresión, posiblemente por una excesiva especialización, por la memorización que se les exige a los estudiantes y por la ausencia de un clima que favorezca esta formación.
La adaptación al Plan Bolonia para la creación de un espacio europeo de educación superior está siendo un desafío mal resuelto, que ha evidenciado, y potenciado, la falta de recursos y la crisis en la financiación pública de las universidades. A eso se añade una excesiva carga de trabajo, tanto para los estudiantes como para el profesorado, sin que ese esfuerzo se vea compensado con un resultado de mejor calidad. Las opiniones sobre el Plan Bolonia oscilan entre quienes admiten que ha facilitado una actualización de los métodos de enseñanza y quienes lo consideran una pérdida de calidad en la educación superior.
El objetivo de formar individuos cultos con espíritu crítico no solo no se ha conseguido, sino que está en regresión, posiblemente por una excesiva especialización, por la memorización que se les exige a los estudiantes y por la ausencia de un clima que favorezca esta formación. Un hombre culto no se limita a acumular información, sino que también es capaz de comprenderla, analizarla y usarla de manera crítica y creativa. Es una persona completa que se caracteriza por sus conocimientos, su inteligencia, su creatividad, su capacidad para pensar por sí mismo y su compromiso con la sociedad.
El profesorado tampoco está satisfecho. Adaptarse a nuevos métodos docentes supone una dificultad añadida, especialmente cuando el número de alumnos es excesivo. Cualquier intento de superar el mejor método de enseñanza conocido –la relación maestro-discípulo– con nuevas tecnologías educativas está destinado al fracaso y a la frustración de docentes y discentes. Especialmente, cuando se considera como una ventaja especial del Plan Bolonia la fragmentación del alumnado en aulas más pequeñas y que repetir el mismo paquete de diapositivas varias veces al día es el mejor método docente.
En algunas disciplinas, como la medicina clínica, potenciar profesores que apenas han adquirido conocimiento mediante una buena práctica profesional, para que se dediquen preferentemente a la docencia de casi cualquier materia, es un fraude a los estudiantes y a la sociedad.
El incremento del número de alumnos, sumado a una financiación pública limitada y al envejecimiento del profesorado, tiende a una progresiva disminución de la relación entre el profesor y el alumno, que empeora por la falta de plazas disponibles, por unos requisitos de acreditación cada vez más exigentes y por una burocracia que reduce la productividad, desmotiva al profesorado y desanima al alumnado.
La investigación es el otro pilar sobre el que se asienta el espíritu de la Universidad. Es difícil transmitir conocimientos sin participar en el proceso de su elaboración. Enseñar lo que no se domina es un proceso fatuo que desvirtúa la docencia universitaria. La investigación genera nuevos conocimientos y es la base del progreso científico y tecnológico, atrae talento para formar mejores estudiantes e investigadores, aumenta la visibilidad de la Universidad en el ámbito nacional e internacional y genera ingresos en contratos, proyectos subvencionados, patentes, creación de empresas subsidiarias y consultorías.
Ante una docencia de materias cada vez más especializada, las universidades promocionan un profesorado más polivalente y generalista que, como contrapartida, carece de la suficiente instrucción en ciertas áreas. Compaginar una investigación puntera con 240 horas anuales de clases, más tutorías y burocracia, es una utopía: una de ambas, o probablemente las dos, se hará mal. Sería imposible encontrar empresas rentables sin una división del trabajo y, sin embargo, para ser acreditado como profesor se requiere una considerable experiencia en docencia, en investigación y en tareas de gestión. O las evaluaciones no son serias, o son falsas, o el resultado es difícil de creer.
En vez de blindarse, las universidades deben tener la capacidad de liderar cambios sociales a través de la formación de líderes sociales que puedan impulsar el cambio, sin necesidad de ser agentes políticos ni de imponer su visión de la sociedad: para ello, deben disponer de libertad de expresión y de independencia. La Universidad debe adaptarse a un mundo en constante cambio para seguir siendo relevante.
Resulta complicado entender que en el profesorado universitario no exista la posibilidad de una dedicación preferente a la docencia y al desarrollo de nuevas técnicas didácticas, mientras otros se concentran en una investigación de calidad y en la formación de equipos que favorezcan la creación de conocimiento. En algunas disciplinas, como la medicina clínica, potenciar profesores que apenas han adquirido conocimiento mediante una buena práctica profesional, para que se dediquen preferentemente a la docencia de casi cualquier materia, es un fraude a los estudiantes y a la sociedad.
La extensión universitaria –una de las tres funciones esenciales de la Universidad, junto con la docencia y la investigación– consiste en interactuar con la sociedad y en que esta pueda disponer de los conocimientos y recursos generados. En vez de blindarse, las universidades deben tener la capacidad de liderar cambios sociales a través de la formación de líderes sociales que puedan impulsar el cambio, sin necesidad de ser agentes políticos ni de imponer su visión de la sociedad: para ello, deben disponer de libertad de expresión y de independencia. La Universidad debe adaptarse a un mundo en constante cambio para seguir siendo relevante. Sin embargo, la Universidad española está demasiado enfocada en la memorización y en la transmisión de conocimiento –en el caso de Medicina, todo se centra en aprobar el examen MIR–, lo que deja poco espacio para el desarrollo del pensamiento crítico. Además, el profesorado no siempre está formado para fomentar el pensamiento crítico de los estudiantes, cuando no reacciona negativamente ante cualquier cuestionamiento. Tampoco el ambiente es propicio para el debate y la crítica.
El futuro de la Universidad está en juego. Es imprescindible que todos los actores implicados en la educación superior –estudiantes, profesores, investigadores, gestores universitarios, sociedad civil y políticos– participen en la reflexión sobre ese futuro y contribuyan a la construcción de un modelo sostenible, relevante y adaptado a las necesidades de la compleja sociedad del siglo xxi.