
18 octubre, 2025
En una reciente entrevista en un canal de YouTube, Pablo Iglesias, ante la pregunta de si se tomaría una cerveza con Santiago Abascal, relató una anécdota sobre un fortuito encuentro con el líder de Vox en un ascensor del Congreso. En ese fragmento —para sorpresa de muchos—, Iglesias describía la cordialidad entre ambos dirigentes, mostrando cómo el exsecretario general de Podemos se interesó por la salud de su interlocutor. Por alguna razón, algo se removió en mi interior al escucharlo. ¿Cómo es posible que, pese al clima de polarización y extremismo político que domina en España, ambos pudieran mantener las formas y sostener una charla amable? ¿Sería posible que dos de los principales responsables del actual ambiente de crispación sean capaces de no lanzarse los trastos a la cabeza?
En los últimos años hemos experimentado una creciente radicalización, tanto en la sociedad como en la política española. Desde ambos bloques se niega sistemáticamente la legitimidad del adversario. Los dos bandos lanzan proclamas a sus seguidores, atacando al oponente, demonizándolo e incluso, en ciertos casos, deshumanizándolo. Sin embargo, entre ellos —y siempre en privado, nunca ante las cámaras— comparten bromas, se desean pronta recuperación cuando alguno enferma y, en definitiva, mantienen relaciones personales normales, como las que deberían caracterizar a cualquier ciudadano.
La historia narrada por Iglesias no es un caso aislado. ¿Cómo olvidar aquel encuentro distendido entre el propio Iglesias, Iván Espinosa de los Monteros e Inés Arrimadas durante los actos conmemorativos del Día de la Constitución Española en 2019? O la relación sentimental entre Gabriel Rufián y Marta Pagola, jefa de prensa del PNV.
La explicación es sencilla: mientras unos y otros incitan a sus votantes al enfrentamiento y alimentan la tensión política del país, ellos conservan una excelente relación personal. En resumen, se ríen del ciudadano mientras mantienen entre sí un trato cordial y hasta amistoso.
Y no me malinterpreten: no pido que se enzarcen en disputas estériles; al contrario, reclamo lo mismo que se exige a cualquier trabajador en España —y lo que la propia Constitución les obliga a cumplir—, que hagan su trabajo y dejen de montar espectáculos inútiles. Pero, sobre todo, que dejen de utilizar a los ciudadanos como escudos. Que se remanguen, aparquen sus diferencias ideológicas y se dediquen, de una vez por todas, a lo que se les paga por hacer: política.