21 abril, 2024
La medicina, tal y como la conocemos, se encuentra en un momento crítico –simbólicamente, en la UCI– que cuestiona su propia existencia. Los ciudadanos nunca han estado tan saludables y los médicos nunca han estado mejor formados y, sin embargo, ciudadanos y médicos nunca han estado tan insatisfechos. La medicina –hasta ahora y desde el siglo xix– basa su existencia en la aplicación del saber científico al paciente. De esta concepción es necesario resaltar los dos principios inherentes: el saber científico y su consiguiente aplicación al paciente.
La medicina es probablemente tan antigua como la humanidad. De hecho, hay evidencias que confirman la existencia de prácticas médicas incluso en homínidos anteriores al Homo sapiens. Pero esa medicina no basaba sus conocimientos en la ciencia demostrada, sino en la tradición y en el saber vulgar no contrastado. Con la excepción de la medicina griega y de la árabe, hasta entrado el siglo xviii no se empieza a aplicar el conocimiento científico de forma sistematizada, desterrando prácticas tradicionales que, cuando menos, no eran perjudiciales. En este sentido, el de la aplicación del conocimiento a la persona enferma, cabe pensar en el médico no como una persona de ciencia, sino como alguien que sabía utilizar la ciencia para el fin utilitario de mejorar la salud y el bienestar del paciente, lo cual conllevaba una intensa relación de confianza y respeto mutuo.
«La relación médico-paciente comenzó a quebrarse en el momento en el que se produjo el incremento del conocimiento científico que sustenta el acto médico. El médico, por sí solo, empezó a no ser suficiente para aplicar esta ciencia y surgieron los equipos multidisciplinares.
La relación médico-paciente comenzó a quebrarse en el momento en el que se produjo el incremento del conocimiento científico que sustenta el acto médico. El médico, por sí solo, empezó a no ser suficiente para aplicar esta ciencia y surgieron los equipos multidisciplinares. La relación médico-paciente seguía persistiendo en la atención primaria, pero ante enfermedades más complejas el enfermo se vio de pronto frente a equipos de múltiples profesionales, muchos de ellos ajenos al juramento hipocrático. La relación médico-paciente se desdibujó y se deshumanizó: el enfermo dejó de ser el paciente y se convirtió en un sujeto que demanda el mejor y más complejo proceso diagnóstico y terapéutico, proceso que trajo consigo una relación más fría e impersonal. El médico dejó de ser el responsable del proceso y fue reemplazado por las instituciones sanitarias, las cuales fijan los objetivos y protocolos de atención a los enfermos. Estos se basan no solo en los conocimientos disponibles, sino también en las limitaciones de los recursos.
Esta es la situación actual, un escenario complejo que no satisface ni a los enfermos ni a los profesionales de la salud –eufemismo utilizado para desdibujar al médico–, como tampoco a las instituciones que perciben como la medicina se ha convertido en un arma arrojadiza al servicio de tirios y troyanos. A todo ello cabe añadir que el proceso clínico actual tiende a empeorar, en primer lugar, por el exponencial incremento de los conocimientos científicos, el cual vuelve más inalcanzable su aplicación al enfermo. Este es el gap de la frustración entre el médico y el enfermo: a mayor conocimiento científico, peor aplicación del mismo. Esa distancia entre participantes aumenta cada día porque el componente objetivo de la enfermedad es solo una parte variable e individual de un proceso en el que también intervienen funciones subjetivas. Una misma entidad nosológica no solo influye de forma diferente en los enfermos debido a las peculiaridades genéticas y a la propia respuesta fisiopatológica, sino debido asimismo a la forma que cada uno tiene de entender y padecer la enfermedad. Esta variable individual depende de factores como los sentimientos, las creencias o los medios sociales, entre otros.
«Desde luego, no es el horizonte más alentador. Un poco más de lo mismo no hace futuro, y ante esta encrucijada habrá que dejar de mirar a otro lado y buscar nuevas alternativas asistenciales. Las actuales no sirven y la situación empeora progresivamente».
Las instituciones han velado por implantar medidas que faciliten la aplicación de una información científica cada vez más compleja y, a su vez, por reducir el gasto. La digitalización del proceso médico ha sido una medida estrella, que sin duda facilita la gestión de la información, pero que enfría aún más la relación con el paciente. Resulta amargo y doloroso comprobar cómo la Administración intenta controlar el gasto sanitario casi exclusivamente a expensas de los recursos humanos, mientras proliferan procesos diagnósticos y terapéuticos de difícil justificación. Muchas de las nuevas pruebas diagnósticas no aportan valor añadido sobre otras previas, pero son inauguradas a bombo y platillo y contribuyen a la desorientación de médicos y enfermos. En esto consiste la nueva y mal llamada medicina personalizada: aunque el objetivo pasa, en teoría, por identificar el tratamiento más idóneo para un determinado paciente, la consecuencia es que se añaden, indiscriminadamente, más pruebas para un tratamiento que se va a aplicar de una forma mucho menos personalizada. A pesar de la eficacia demostrada, no deja de desprender un cierto tufillo comercial.
Estamos ante un panorama muy sombrío en el que se interrelacionan algunos factores muchas veces contrapuestos: en primer lugar, el enfermo cree que su molestia es la causa de su falta de ilusión y felicidad y, en consecuencia, demanda soluciones inmediatas e integrales, además de un trato humano y acogedor; por su parte, el médico vive centrado en el esplendor de la ciencia, en la información más reciente –muchas veces no contrastada– y en la utilización de la última prueba diagnóstica y del tratamiento más novedoso –que posiblemente no hayan mostrado un valor añadido a los anteriores–, pero también en un ejercicio cómodo y lucrativo –basta ver la elección de plazas por parte de los MIR, en la que el componente vocacional ha desaparecido–; finalmente, la Administración vive pendiente de salir en la foto y de la noticia de prensa y promociona inauguraciones deslumbrantes y dudosamente rentables, mientras desdeña los recursos humanos.
Desde luego, no es el horizonte más alentador. Un poco más de lo mismo no hace futuro, y ante esta encrucijada habrá que dejar de mirar a otro lado y buscar nuevas alternativas asistenciales. Las actuales no sirven y la situación empeora progresivamente. Quizá sea el momento de pensar en el cambio del concepto científico-técnico de la medicina personalizada por el de la medicina para las personas.