
18 octubre, 2025
La infidelidad ya no es solo física. Es simbólica, digital, emocional. Se ha convertido en una práctica cultural, una forma de huir del vacío interior mientras seguimos fingiendo vínculos sólidos, felices y duraderos. No, no se trata sólo de cuerpos: es el fueguito, el mensaje oculto, la mirada que busca ser vista, el “solo era un juego” que encubre la falta de responsabilidad afectiva. Hemos banalizado el vínculo, prostituido su lealtad.
Y lo más penoso: nos hemos vuelto infieles a nosotros mismos.
A través de una mirada psicoanalítica, la infidelidad no es tan solo una simple cuestión moral, sino un síntoma del Yo que no soporta su propio deseo. El sujeto infiel no busca al otro: busca una coartada. Huye del espejo, del silencio donde tendría que enfrentarse a su vacío, a sus miedos, a su incapacidad de amar con verdad. Cada traición al otro comienza como traición interna.
Las redes sociales han convertido la atención en moneda de cambio. Un like, un emoji o un fueguito disfrazado de inocencia son, en realidad, gestos que dicen “te veo, y quiero que me veas”. Es la nueva forma del deseo: anestesiada, superficial, donde el contacto se confunde con el reconocimiento. Y mientras todos jugamos a ser deseables, a fingir compromiso, el amor se ha transformado en un mercado de imágenes y autoengaños.
Parejas jóvenes (y no tan jóvenes) repiten viejos modelos que no dejan indiferentes en el diván de terapia: aparentes felicidades de escaparate, fragmentadas entre la culpa y la búsqueda constante de estímulos. Infidelidades emocionales, fantasías virtuales, coqueteos disimulados… formas sutiles de no confrontar la soledad ni asumir la responsabilidad afectiva.
Hoy el deseo ya no se reprime, se dispersa. Y esa dispersión deja una huella invisible de vacío, una fatiga psíquica que muchos confunden con libertad. Frente a este ruido, la fidelidad no debería entenderse como una prohibición, sino como una elección lúcida. Ser fiel es estar presente, elegir conscientemente, no desde el miedo a perder, sino desde la madurez de sostener.
La soltería consciente, en cambio, lejos de ser una moda o un fracaso, tampoco sería una renuncia. Digamos que tras este alto porcentaje de “normalizados vínculos vacíos y superficiales”, sería llevar a cabo un acto de salud, de respeto propio, de coherencia emocional. Es decir: “prefiero quedarme conmigo antes que perderme en el ruido del otro”. Esa es la forma más pura de lealtad: no entregarse por miedo, no mendigar amor, no negociar la verdad. Ir a terapia como parte de nuestras rutinas de bienestar, escucharse, mirar el propio deseo sin disfraz, es también un gesto de fidelidad. Porque quien no se escucha, se traiciona. Y quien no se sostiene en su deseo, acaba buscando en el otro un reflejo que lo salve.
La fidelidad ha pasado a ser, entonces, un término vintage. Amar con coherencia, no por duración sino por verdad, es casi un acto revolucionario ya que la verdadera infidelidad no está en romper un pacto con otro, sino en romper el vínculo con uno mismo. Quien elige mirarse con honestidad no se vende por un fueguito, no se distrae, no se engaña. Abre su corazón y comparte su intimidad con quien realmente lo puede valorar, sostener y sumar aún mucho más.
En un mundo que celebra la facilidad y la inmediatez, ser leal a uno mismo sigue siendo el gesto más radical y genuino.
“El amor comienza donde el narcisismo termina.”
— Jacques Lacan