
26 octubre, 2025
La semana pasada, varias decenas de integrantes del partido neonazi Núcleo Nacional se reunieron frente al centro de acogida del madrileño barrio de El Cañaveral para protestar contra la política migratoria del Gobierno, en un intento de exhibir fuerza por parte de este grupo de radicales. Brazos en alto, simbología nazi y consignas racistas contra los inmigrantes formaron parte de la performance de los extremistas.
La izquierda salió en tromba a “defender su barrio”, intentando demostrar que la zona, o al menos una parte de ella, estaba en contra de los neonazis y de su discurso de odio. Sin embargo, a muchos se les escapa que la concentración fue autorizada por el Ejecutivo y que dicha organización fue legalizada por el propio Gobierno el pasado diciembre.
¿Cómo es posible que “el Gobierno más progresista de la historia” permita que una banda de fascistas se pasee por Madrid con total impunidad? La respuesta es sencilla, aunque inquietante: el principal interesado en el auge de estos movimientos es el propio Ejecutivo, que necesita reactivar al electorado de izquierdas y vincular la narrativa antiinmigración con los movimientos de extrema derecha.
La estrategia es casi tan antigua como la democracia: impulsar ciertos discursos para luego criminalizarlos, mientras se intenta atemorizar al votante progresista, haciéndole creer que su apoyo en las urnas es imprescindible y que de él depende evitar el avance del nazismo.
Tácticas similares llevan utilizándose por el centro-derecha francés desde hace quince años. Se promueven candidaturas y mensajes afines al Frente Nacional (el partido de Marine Le Pen) con el objetivo de unificar el voto “moderado” y antifascista, y lograr que los ciudadanos respalden al centro-derecha en la segunda vuelta de las elecciones.
También conocemos esta maniobra en España: fue empleada por el Partido Popular, que inició una operación dirigida por Soraya Sáenz de Santamaría para dar visibilidad a un joven profesor de Ciencias Políticas —recordemos que la primera cadena de ámbito nacional que ofreció espacio a Pablo Iglesias fue Intereconomía—, otorgándole presencia en las tertulias televisivas con la intención de fragmentar el voto de la izquierda y movilizar al electorado conservador, que se encontraba desmoralizado tras la aparición de varios casos de corrupción y el incumplimiento de diversas promesas económicas por parte del Gobierno de entonces.
Estas estrategias pueden parecer jugadas maestras a corto plazo, pero en realidad son bombas de relojería. Alimentar el extremismo para obtener réditos electorales siempre termina debilitando la democracia. Cuando la manipulación del miedo se convierte en herramienta política, el coste no lo paga un partido, sino toda la sociedad. Solo espero que los gurús de la política responsables de este tipo de decisiones no tengan que arrepentirse en el futuro cercano.