
10 octubre, 2025
La política española vive atrapada entre el descrédito y la negación. Lo que comenzó como un episodio más del llamado “caso Koldo” ha terminado extendiendo su sombra hasta el corazón mismo del PSOE. El informe de la UCO sobre Ábalos describe pagos en efectivo sin justificación bancaria, sobres con membrete del partido y gastos sin control. El Partido Socialista niega toda financiación ilegal y defiende la pulcritud de sus cuentas. Pero el problema ya no es jurídico, sino político.
El caso de la “chistorra” (ese código interno para referirse al dinero en billetes de 500 euros), más allá de la anécdota grotesca del dinero disfrazado de embutido, refleja la profunda decadencia de un modelo de poder construido sobre la impunidad y el relato.
La reacción de Moncloa parece centrarse en aguantar el chaparrón y desviar la atención. El presidente intensifica su presencia internacional: viajes, cumbres, declaraciones altisonantes sobre derechos humanos, Ucrania, Gaza, democracia europea… Mientras tanto, el incendio crece en casa. Nadie niega que España deba tener un papel en el mundo, pero la sensación es que, con cada discurso en Bruselas o en Nueva York, lo que se busca es desplegar una cortina de humo frente a la corrupción doméstica. Es el viejo recurso de que cuando el suelo tiembla, mirar lejos da una falsa sensación de estabilidad.
Pedro Sánchez ha hecho de la resistencia su seña de identidad. Pero aguantar no puede convertirse en negación de la realidad. Dirigir el país no es sobrevivir a los titulares, es asumir responsabilidades. Y si algo queda claro de esta crisis es que la claridad y la apertura en la gestión no se improvisan cuando el barco hace agua. Se construyen mucho antes, con ética, coherencia y un comportamiento ejemplar.
Mientras tanto, el equilibrio parlamentario se tambalea. Los socios de investidura, Sumar, ERC, Bildu, el PNV, ya se mueven con cautela, observan, miden el coste electoral y esperan. Si algo se confirma judicialmente, la legislatura podría darse por agotada. En ese contexto, el adelanto electoral ya no sería una jugada táctica, sino una consecuencia inevitable.
Esta crisis no sólo erosiona al Ejecutivo, sino también la ya frágil credibilidad del sistema democrático. Cuando los ciudadanos perciben que las élites políticas actúan con una impunidad que contrasta con las exigencias que se imponen al resto, el vínculo entre gobernantes y gobernados se resquebraja. No se trata sólo de castigar el fraude, sino de restaurar una confianza que lleva años debilitándose.
Ante esta realidad, la pregunta es inevitable: ¿qué papel le queda al ciudadano? La indignación parece haberse convertido en rutina. La movilización social, más visible cuando gobierna la derecha, hoy se diluye entre la apatía, la resignación y hasta cierta justificación. Por tanto, la pregunta no debería ser qué hará Sánchez, sino qué haremos nosotros. Simone de Beauvoir lo dijo muy acertadamente, “El opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los propios oprimidos”.
La corrupción se combate con ejemplaridad, verdad y rendición de cuentas. Y esa es la gran carencia de este Gobierno: la incapacidad de asumir responsabilidades. Sánchez ha convertido la resistencia en un valor, pero resistir no es lo mismo que gobernar. Cuando el humo se disipe, quedará el fuego. Y, esta vez, arde en su propia casa.