19 octubre, 2024
En una ocasión dijo Charles M. de Talleyrand que se puede decir la verdad y no tener ningún problema, porque cuando lo haces nadie te cree. Lo sabía muy bien este aristócrata y clérigo inclinado a los placeres de Venus, que fue un diplomático de relevancia, que estuvo presente en los grandes acontecimientos que configuraron el destino de Europa desde el comienzo de la Revolución francesa hasta la muerte de Napoleón. Y es que, lógicamente, como la mentira y las astucia son partes esenciales de la diplomacia y la guerra, lo lógico en ambos casos es que cuando alguien te diga algo no será precisamente para que estés bien informado.
Pero Talleyrand sabía distinguir muy bien la verdad de la mentira, y por eso no se le ocurrió decir que la verdad había dejado de existir, por ejemplo, cuando los revolucionarios franceses cambiaron los nombres de los meses del año y proclamaron el inicio de una nueva era: la Edad de la Razón. No ocurre así desde hace unos años, desde el momento en el que determinadas escuelas filosóficas de tres al cuarto, que se han apoderado de la filosofía académica y contaminado el lenguaje de la política y los medios de comunicación con su jerga, proclamaron a bombo y platillo que habíamos entrado en la Era Postmoderna primero, y después en la Postmodernidad tardía y en todo lo que se quiera. Una era en la que la verdad habría dejado de existir y habría nacido la post-verdad.
«Las narraciones históricas son relatos que se escriben en el presente y acaban en él, de la misma manera que una novela de crímenes se acaba al descubrir al asesino. Gracias a la historia llegamos al presente desde el pasado»
Las narraciones históricas son relatos que se escriben en el presente y acaban en él, de la misma manera que una novela de crímenes se acaba al descubrir al asesino. Gracias a la historia llegamos al presente desde el pasado. Por eso predecir el futuro desde el presente es algo que no se llama historia, sino profecía. Y es en ese género de la profecía en el que han florecido sucesivas cosechas de charlatanes, predicadores de todas clases de apocalipsis o maravillosos futuros, ya sean esos futuros, el comunismo, la nueva era fascista de Mussolini, el III Reich que iba a durar milenios, por lo menos, o los años triunfales con los que se numeraba el calendario en la primera España franquista.
Desde que los seres humanos vivimos sobre la tierra, ninguno de nosotros supo en que época estaba viviendo, porque quienes bautizan las épocas son los historiadores pretenciosos. Nadie supo que se estaba acabando el Neolítico, o la Edad media, ni ningún soldado que combatía en las trincheras de Verdún iba comentando con sus camaradas lo dura que era la I Primera Guerra Mundial. Por eso predicar el final de todo un período de la historia no tiene sentido. Y si no lo tiene, peor es afirmar que ya no existe la verdad.
«Decir que no existe la verdad puede ser verdad o mentira. Si es mentira, entonces la verdad sigue existiendo, y si es verdad también. Ya los griegos plantearon el asunto con la famosa paradoja de Epiménides»
Decir que no existe la verdad puede ser verdad o mentira. Si es mentira, entonces la verdad sigue existiendo, y si es verdad también. Ya los griegos plantearon el asunto con la famosa paradoja de Epiménides. Tenían un dicho: «todos los cretenses son unos mentirosos. Epiménides, que es cretense, dice: «todos los cretenses son unos mentirosos». ¿Dice una verdad o una mentira? Como es cretense miente, pero si dice que todos los cretenses son mentirosos, ¿puede estar diciendo la verdad?». Esta es una paradoja fundamental en la lógica y en la filosofía de verdad. Se resolvió distinguiendo entre lo que es el lenguaje, que se refiere a la realidad, y el metalenguaje que se refiere al lenguaje.
Podríamos explicarlo de otra manera. Si digo que la mosca es un insecto, estoy diciendo la verdad, y si digo que «mosca» es un sustantivo también, porque estoy hablando no de moscas, sino de gramática. «Mosca» es un sustantivo y «zapato» también, pero de eso no puedo deducir que «todas las moscas son unos zapatos». Es mentira, porque no se corresponde con la realidad. Esto es lo que harían los que hablan de la post-verdad, porque no son capaces de pensar con conceptos y sus argumentos muchas veces no son más que comparaciones. Las palabras sin conceptos son etiquetas vacías que solo satisfacen a los tontos, y tontos son quienes creen que razonar es compararlo todo, y pensar, si hiciese falta para algún propósito, que todos los mosquitos son helicópteros, porque vuelan y se puede quedar además quietos en el aire.
Cuando hablamos nos referimos a algo, por ejemplo a los cuervos que son negros. Pero la palabra cuervo puede tener sentidos diferentes, como cuando digo: «cría cuervos y te sacarán los ojos». No estoy hablando de ornitología, sino de moral. Si le digo a alguien que tiene un cabello precioso, negro como el ala de un cuervo, no hablo como ornitólogo ni como moralista, sino que expreso un sentimiento estético. De la misma manera, si una madre le llama «mi reina» a su niña, o «mi princesa», no está hablando ni de historia, ni de derecho constitucional, sino expresándole su amor para que se sienta querida e importante.
«Si separamos la lengua de la realidad y el lenguaje de la verdad entraremos en el mundo del puro deseo, en el que nadie puede vivir, si no es poderoso, rico, o bien un tirano, o algunos de quienes se están dedicando a la política»
Cuando hablamos nos referimos a la realidad de múltiples maneras, expresamos nuestros sentimientos y deseos y nos comunicamos con los demás, porque la lengua es el cemento de la sociedad. Por eso pensamos que nuestra lengua y nosotros somos lo mismo, y que no podríamos pensar ni vivir sin ella. Nuestros deseos no pueden hacerse realidad fuera del mundo social, en el que tienen que ser cumplidos, o rechazados por los demás. Nuestra lengua es una herramienta, hablamos gracias a ella, pero también ella habla por nosotros, porque no la hemos inventado, la hemos recibido con sus palabras, sus expresiones y su gramática, que utilizamos sin ser conscientes de ello. Por eso se preguntaba en los versos de Moratín: «como los niños en Francia/ desde su más tierna infancia/ sabían hablar francés».
Si separamos la lengua de la realidad y el lenguaje de la verdad entraremos en el mundo del puro deseo, en el que nadie puede vivir, si no es poderoso, rico, o bien un tirano, o algunos de quienes se están dedicando a la política. Por eso la consigna de la muerte de la verdad es una herramienta imprescindible en los sistemas políticos y de comunicación actuales.
Cuando un sistema político entra en crisis y deja de servir a los propósitos para los que fue creado, dejando de lado las necesidades y la vida de las personas; cuando la política pasa a ser un fin en sí mismo y se entiende como la administración y el reparto de ese inmenso botín que es el presupuesto; cuando los políticos predican la muerte del pensamiento y entronizan las capacidades de intrigar, manipular y mentir como las bases del juego institucional; cuando ahogan la capacidad de expresión pública de la mayoría expropiándole y monopolizando el lenguaje; cuando lo cubren todo con la noche y la niebla de su mundo, en el que se engaña a la mayoría, haciéndole creer que sus deseos son órdenes que las instituciones del estado están dispuestas a satisfacer casi al instante; cuando se arrebata a las personas el derecho a expresarse y se crea una censura que logra imponer las palabras huecas y los razonamientos incoherentes; cuando se logra que la gente pierda la seguridad al hablar, si no lo hace del modo que se le quiere imponer.
«Quienes no están en el juego de la política, ni en el mundo del poder o el dinero – ni desean, ni podrían, aunque quisiesen participar en ellos – saben que se han quedado sin armas. Ya no habrá una verdad que los hará libres, ni una razón que expanda sus luces»
Entonces la verdad y la realidad no solo dejan de ser necesarias, sino que se convierten en el enemigo a batir. Como la verdad es lo que hiere, la verdad debe permanecer oculta, y ya nadie debe poder distinguir la realidad impuesta por los deseos de unos pocos de aquello que es evidente, que se siente, pero que no se puede decir. Quienes saben que todo es mentira, y que no deben creer nada, a menos que lo desmienta el gobierno, solo pueden refugiarse en la ironía en sus mundos particulares.
Quienes no están en el juego de la política, ni en el mundo del poder o el dinero – ni desean, ni podrían, aunque quisiesen participar en ellos – saben que se han quedado sin armas. Ya no habrá una verdad que los hará libres, ni una razón que expanda sus luces. Están confinados en el mundo del silencio, en el mundo de esa realidad que nunca se podrá erradicar, lo intente quien lo intente. Les han robado sus palabras y sus argumentos, porque ni nadie les dará voz, ni intentará hablar en nombre de quienes no pueden hacerlo.
Pero como la realidad es anterior al lenguaje, sigue oculta en el lenguaje y resurge tras él, les queda una esperanza: la de ver cómo los más zafios deseos de dinero, poder y sexo mercenario salen a la luz en toda una obscenidad, que exhibida por unos en contra de otros, acabe por minar la falsa credibilidad de todos los que se reparten, por turnos o prorrateo, el control de todo. Entonces se podrá ver cómo la verdad existe, la verdad de una indecencia que acabará por ahogarse en sí misma.