15 abril, 2024
Lo que voy a relatar es un pequeño trozo de la vida de un emigrante que, con sus idas y venidas, marcó el camino del duro trabajo impuesto por una existencia difícil y colmó las ansias de un bizarro emprendedor gallego. Entonces era la emigración, sobre todo en Galicia, una salida para tiempos oscuros donde reinaba la escasez y amenazaba la miseria. La economía era casi exclusivamente agrícola, apenas mecanizada y la tierra era escasa, para una familia habitualmente numerosa. Todo el peso de la nostalgia caía, en consecuencia, sobre los ánimos de nuestros compatriotas alejados, a la fuerza, del terruño que les vio nacer. Sin embargo, la vida nos enseña cómo, solamente, sucumben los cobardes y la raza hispana, más concretamente la gallega, sabe imponer su carácter y encender el fuego del esfuerzo, mientras se trabaja para sobrevivir. No aplaudimos el sistema de tomar la maleta y emigrar. Pero nuestros jóvenes tendrían que tantear entre el dolor de la emigración y la humillación que supone esa especie de limosna que es pan para hoy y hambre para mañana, como ocurre con el tipo de subvenciones del gobierno que les van llevando, como agua de resaca, a la vejez irremediable y sin vuelta atrás. Ante las lágrimas del momento de partir, está el valor de sortear el hambre y de conseguir, incluso, fortunas notables. Volvemos al título de cabecera y nos ocupamos de un emigrante que puede valer como ejemplo de ganarse la vida en tierras lejanas. Su nombre Balbino, como el protagonista de “Memorias dun neno labrego “.
Todo el peso de la nostalgia caía, en consecuencia, sobre los ánimos de nuestros compatriotas alejados, a la fuerza, del terruño que les vio nacer.
Nació en Sanguñedo, concello de Cartelle (Ourense) y a los 17 años, bajo los auspicios de su tío Paco, emigró a La Habana, donde trabajó en unos grandes almacenes de tejidos, como auxiliar de ventas. Compaginaba su labor con los estudios en horas libres y, por la noche, acudía a una academia. Cuando reunió algunos ahorros, decidió montar una taberna gallega que se llamó “CUNQUEIRA”. El bar crecía a pasos agigantados, sobre todo, con el concurso de la abundante clientela galaica. Tanto es así, que se animó a abrir una sucursal en la ciudad de Matanzas. Fue, entonces, cuando a Balbino se le ocurrió la idea de especializarse en comida gallega y llevar el vino ribeiro directamente a la Habana. Y ahí le tienen, con 33 años de edad, volviendo a su tierra para asentarse en Ribadavia y, desde allí, entrar en contacto con las mejores bodegas emplazadas al borde de los ríos Avia y Miño, en las que efectuaba sus compras. En este punto, asomaría el problema del complicado manejo; el envasado y traslado del vino desde la bodega hasta la estación de ferrocarril de Ribadavia. En la mente inquieta de Balbino bullían las soluciones. La primera sería el envasado.
Este se haría en barriles de roble de 250 litros. Faltaba abordar el problema de la conservación. Y aquí radicaba el secreto. Para evitar la oxidación del vino, en el llenado de barriles, al final, se reservaba una pequeña cavidad que cubriría con una capa de aceite de oliva, el cual, al flotar, haría el papel de conservante natural, evitando que el aire entrara en contacto con el vino, y se oxidara. Solución ingeniosa y terminante. El transporte se hacía con carros de bueyes de tiro, desde la bodega de turno hasta la estación de Ribadavia y de allí, en tren, hasta el puerto de Vigo donde se cargaban en las bodegas de los famosos vapores, zarpando hacia La Habana, en una travesía que duraba un mes. El resultado fue todo un éxito y se amplió el negocio, añadiendo al mercado del vino, el de los jamones, chorizos y otros alimentos típicos de nuestra cabaña. Lástima que tanto trabajo y tanta prosperidad la echaran abajo la moratoria económica y otros errores de la década de los veinte. El desastre económico generado en la isla, en aquellos tiempos, se llevó por delante muchas empresas. Entre ellas, la famosa Taberna Cunqueira. ¡Ah! Falta señalar que el protagonista de todas estas escenas fue mi padre Balbino.