1 octubre, 2024
Una anodina noche de la semana pasada, con ánimo de desconectar me lance a ver que podía ofrecerme la televisión y aunque nunca he sentido el menor interés por todo lo relacionado con el cotilleo, o la crónica del corazón si se prefiere decirlo en fino, no pude evitar engancharme a una entrevista póstuma de Julián Muñoz, en la que se despachaba a gusto con Isabel Pantoja. En ese momento pensé que fuerza tiene la curiosidad y que humana había sido Edith, la mujer de Lot. Esta según el Antiguo Testamento se convirtió en estatua de sal por volver la vista atrás y querer mirar la destrucción de la impúdica ciudad de Sodoma, a pesar de que Yahvé se lo había prohibido.
La cotilla era un corsé que usaban las mujeres de los siglos XVII y XVIII para ceñirse la cintura. Esa prenda sirvió para apodar de Tía Cotilla a Mª de la Trinidad, una mujer murmuradora y amiga de meterse en todo tipo de discusiones, que se hizo muy famosa tras la muerte de Fernando VII por su obsesivo apoyo al absolutismo del aspirante al trono Carlos V. Según las crónicas era la mujer más inmoral e infame que había. En términos contemporáneos, “la vieja el visillo”, el icono humorístico de la cotilla perfecta. Desde entonces se aplica este término a la persona metomentodo, chismosa y amiga de hurgar en la vida de los demás.
Nunca hay que subestimar la capacidad del bípedo implume para despilfarrar su tiempo dedicándolo a cosas inútiles. Algunos estudios calculan que más del 50 % de nuestras conversaciones giran en torno a informaciones sobre los demás y a juicios sobre su conducta.
Nos disgusta el hábito social del cotilleo porque nos retrata como seres repelentes a medio camino entre el espía y el mirón, entre el inquisidor y el puritano, entre el desocupado y el carente de vida interior propia que en compensación necesita husmear en las vidas ajenas. Por esa misma razón detestamos el chismorreo elevado a la categoría de espectáculo público en talk-shows y realities que acaparan la parrilla televisiva y en revistas dedicadas monográficamente a los asuntos del corazón y otros órganos. Pero hay a quienes les fascina, incluso diría que todos un poco, en mayor o menor medida nos inclinamos a practicarlo.
Estamos hechos de la materia de las fábulas, por eso, los relatos nos acompañan desde la cuna y nos gustan tanto. Somos “animales creadores de historias”, como decía Jonathan Gottschall. En este sentido poco importa que sean hechos protagonizados por héroes o por villanos, por remotos entes de ficción o por seres de carne y hueso cercanos.
Un estudio de la Universidad de California, el primero que investiga los chismorreos entre personas, tras analizar datos de 467 personas de entre 18 y 58 años (269 mujeres y 198 hombres), revela que dedicamos al cotilleo de media, 52 minutos al día. Desmiente sus connotaciones misóginas (no son más cotillas las mujeres que los hombres) y afirma que los jóvenes son más proclives al chismorreo que los mayores.
A pesar de que el cotilleo no es lo mío y que no veo interés en estar informado de las trivialidades de la vida cotidiana de ciertos personajes, o personajillos, encumbrados en el fervor popular, no puedo negar su fuerza de seducción. Quizás tengamos que hacer caso a Kant, que a pesar de considerarlo “signo de debilidad” a ignorar, lo fomentaba en sus cenas bajo “la obligación de secreto”: lo que se decía en su mesa se quedaba en la mesa.