2 noviembre, 2025
Decía el filósofo G.W.F. Hegel que era necesario que existiesen los pobres, porque, si no fuese así, no podría practicarse la virtud de la caridad. Su argumento consiste en partir de la idea de que todas las virtudes son buenas por sí mismas, y por eso no debería desaparecer ninguna. Como mero peatón de la filosofía, y sabiendo que nunca llegaré a su altura, sin embargo me permito mostrar mi desacuerdo, porque creo que lo que en verdad sería bueno es que no existiesen pobres que necesitasen vivir de la caridad.
Ha habido también detractores de la limosna y la ayuda social, como fue el caso del filósofo inglés H. Spencer, quien en nombre del darwinismo social y en aras de la mejora de las especies mediante la lucha por la vida, defendía que ayudar a los menos capacitados contribuía a empeorar la especie humana y favorecer todos los procesos de degeneración morales, e incluso físicos. De aquí a las políticas eugenésicas había solo un paso, que dieron primero los países nórdicos y que culminó con la Alemania nazi, que hubiese sido mejor que hubiese seguido creyendo en el valor hegeliano de la caridad.
Muchas religiones consideran que la ayuda a los pobres ya sea con medios económicos o con el cuidado es una obligación de los creyentes. Así ocurre en el islam, en el que este deber es uno de sus cinco pilares, y en el cristianismo, en el que ese mandato queda muy claro con las palabras de Jesús en los Evangelios. La caridad puede ejercerse de un modo personal o a través de instituciones. En ambos casos es necesario que una de las partes disponga de los medios que la otra no tiene, pero necesita. Con esos medios puede darse comida, ropa o habitación, y cuanta más grande sea la ayuda que se ofrece, más necesaria será la riqueza que se necesite para poder hacerlo.
¿De dónde puede provenir esa riqueza necesaria para el ejercicio de la caridad? En algún caso de los bienes personales, que pueden compartirse, o incluso de los que puede verse privado su posesor, pero en los casos más conocidos proviene de las grandes instituciones, como los monasterios, los hospitales y asilos, o las instituciones públicas, como los municipios, o de las casas de los nobles y comerciantes ricos, e incluso de los propios reyes. Cuando se trataba de estas instituciones la pregunta que surgió ya desde la misma Edad Media fue: ¿no es cierto que todas ellas primero hicieron que hubiese pobres y solo después los ayudaron? Y es que todo el mundo sabía que la iglesia, los nobles y los reyes acumulaban grandes fortunas, mediante el cobro de impuestos, diezmos, multas y gravámenes de todo tipo, riquezas que se arrebataban de las manos de los campesinos, pastores, pescadores, artesanos y comerciantes, provocando que muchos de ellos acabasen por necesitar esas ayudas.
En la caridad el que da es superior por sus riquezas y por su virtud, y por eso también se sabía que tras la caridad se escondía en cierto modo la soberbia, que era uno de los pecados capitales, e incluso el desprecio por los necesitados, oculto igualmente tras la máscara de la compasión. Como la caridad nacía de la desigualdad, desde las etapas más antiguas de la historia se crearon instituciones de ayuda y protección de las personas, que complementasen el papel de las familias, en las que solidaridad y la ayuda formaba parte de su propia naturaleza, o el de las comunidades aldeanas. Ese fue el papel que desempeñaron en Grecia y Roma los colegios profesionales de artesanos y comerciantes, que procuraban ayuda en caso de enfermedad o incapacidad y proporcionando una sepultura. Y ese mismo papel lo desempeñaron a partir de la Edad Media los gremios y las cofradías religiosas, en el mundo católico, o las iglesias protestantes, que mantenían, por ejemplo, sus hospitales y cementerios propios.
Fue el movimiento obrero el que con sus sindicatos dio un giro radical a la idea de socorro del prójimo, pues pensó que la caridad no sería necesitaría si cada persona pudiese vivir dignamente, y que la obligación de proveer a los necesitados sería del futuro estado socialista. De aquí nacieron las ideas de los seguros médicos, del paro y jubilación, que desde hace un siglo han pasado a ser patrimonio común de los estados avanzados. Todos estamos de acuerdo en esto de una manera o de otra, excepto los ultraliberales que quieren defender la lucha por la vida en términos próximos a la apología del exterminio. Pero la cuestión no acaba aquí, porque sigue estando viva la idea del valor de la solidaridad, al margen de las instituciones y entendida como un compromiso individual.
Se dice que somos egoístas por naturaleza, y que ese egoísmo es un arma necesaria para sobrevivir. La ciencia económica se construye a partir de la idea de egoísmo porque el sujeto económico que actúa en el mercado busca su máximo beneficio al mínimo costo, o sea, a costa del beneficio de los demás. Creemos que la mano oculta del mercado consigue crear la armonía de todos los egoísmos individuales, pero la realidad parece desacreditar cada día esa teoría. Y es que el propio Adam Smith, creador de la ciencia económica decía que el mercado sería imposible si sus leyes no estuviesen compensadas por los sentimientos morales, que subordinan al individuo a la comunidad y el interés personal al bien común.
Ser solidario es una virtud, y no solo en el terreno económico. Y de la práctica de esa virtud nace un compromiso social, vital, además del propiamente económico. Un misionero que decide abandonar su país e ir a vivir en otro en el que las necesidades económicas, la violencia política y la falta de un sistema educativo son notorias, compromete su vida con una causa, pudiendo llegar a ponerla en peligro. Lo mismo le ocurre a un médico u otro profesional, que pudiendo vivir bien en su país se va a otro en el que hay necesidades de todo tipo. Y lo mismo podríamos decir de educadores, técnicos de todo tipo y trabajadores y cooperantes. Y ni que decir tiene de quienes como soldados o policías prestan de forma voluntaria su servicio en destinos arriesgados, dentro de sus propios ejércitos o cuerpos de policía.
Se trata de compromisos auténticos, porque suponen poner la vida propia al servicio de los demás, renunciado a una vida mejor. Y por eso son dignos de admiración y respeto, siempre y cuando no se caiga en los abusos de diferentes tipos que la debilidad de los necesitados hace más fácil, ya sea aprovechándose de los bienes o de los cuerpos de las personas, de la misma manera que ocurrió en Europa en los casos de hospitales, asilos y centros educativos y asistenciales, en los que quienes tenían que prestar ayuda crearon redes de corrupción económica y practicaron todo tipo de abusos: sexuales, sociales, políticos…
El último nivel de la solidaridad es el verbal. Ya no se trata de hacer algo, sino de hablar de ello, de predicar de una manera o de otra. Predicar es decirle a los demás lo que deben hacer. Hay predicadores de todo tipo, desde los individuales que son amigos de sermonear a diestro y siniestro, hasta los profesionales. Son predicadores profesionales aquellos que por su posición social: sacerdotes, educadores, líderes de grupos o sectas, creen que le pueden decir a los demás lo que deben hacer, en función de unos principios objetivos y de unas ideas que todos comparten. Si quien predica hace lo que dice que los demás tienen que hacer entonces el predicador tendrá credibilidad; si no caerá en el descrédito y tendrá que escuchar que “hay que predicar con el ejemplo”, o que “el hábito no hace al monje, sino las obras”, y tantos y tantos refranes.
La caridad consiste en practicar una acción para suplir una deficiencia ajena y hacerlo de un modo eficaz y partiendo de unos principios que la exigen y la justifican. Se puede además hablar de ella para que los demás compartan ese tipo de acciones, pero para que ese discurso sea creíble tiene que estar avalado por los hechos y además no caer en la autocomplacencia de quien practica la caridad, dando a entender lo bueno y superior que es él frente a los demás. Si es así la caridad se convierte en soberbia, e incluso puede ir acompañada por la ira contra quien contradice al que habla. Así es y así fue en la historia europea, en la que la cantidad de riquezas que era necesario acumular para poder ser caritativo podía hacer que la avaricia; la pereza del que no trabaja; la gula que se podía practicar gracias a la enorme cantidad de alimentos de los que se disponía, dejando las migajas a los pobres; y la lujuria fácil de satisfacer comprándola con limosnas, fuesen las compañeras de esa virtud rodeada de los pecados capitales por todos sus costados. Solo faltaría la envidia, en la que sería también fácil de caer, compitiendo por ser el mejor en esa práctica. (Continuará).