2 septiembre, 2024
La Constitución española, que tiene padres pero no madre, ya que no hubo ninguna mujer entre sus ponentes, dice en su artículo 32 que: «El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica». El artículo se redactó así para dejar claro que el marido no es superior a la mujer, como ocurría hasta entonces, y tal y como señalaba Gladstone con humor, cuando decía que: «en el matrimonio el marido y la mujer son la misma persona, y esa persona siempre es el marido». Y además para dejar claro que los contrayentes son los cónyuges – en 1978 hombre y mujer, y ahora cualquier persona-, y no como fue a lo largo de la historia, el padre de la novia y su futuro marido, o incluso su familia, tal y como aún sigue ocurriendo en el mundo musulmán.
Lo que no deja claro la Constitución es por qué el hombre y la mujer han de ser solo dos, y no más, como en otras culturas. Y es que la idea de la pareja parece ser consustancial a la idea de matrimonio y a otra, según la cual es el matrimonio el que genera la familia. En la actualidad puede haber diferentes clases de personas que contraen matrimonio, de acuerdo con la misma ley, el Código Civil, y todo el mundo parece estar de acuerdo que en el matrimonio han de conjugarse el amor, el sexo, la amistad, la posible crianza de los hijos, y la administración de los derechos de propiedad, en su administración y su transmisión. Y, como creemos que todas las personas son iguales en sus derechos y su capacidad de tener los mismos sentimientos, por eso pensamos también que el matrimonio puede ampliarse más allá de los límites de la Constitución de 1978.
Pero esto no fue así hasta hace muy poco. Si nos remontamos a la Francia del siglo XVI, podremos ver cómo Michel de Montaigne decía en sus Ensayos que con nadie habla menos un hombre que con su mujer. Montaigne era un hombre muy culto, un noble y un magistrado, y por eso debemos considerar su opinión como la muestra de la opinión general. Ese mismo autor, cuando hablaba de la amistad, dijo de su amigo Etiénne de la Boétie: «lo amaba porque era él, lo amaba porque era yo». Para nosotros esa declaración sería más propia de una relación amorosa que de una mera amistad entre hombres. Pero Montaigne seguía en esto una tradición muy antigua, todavía viva, la tradición griega. Aristóteles lo había explicado muy bien, cuando había dicho: «un amigo es otro yo», o cuando también reflexionaba en su desengaño: «amigo mío, no hay amigos». Para él las amistades masculinas serían las únicas en las que se podría dar una comunicación de ideas acompañadas de sentimientos, y un intercambio intelectual.
«Y, como creemos que todas las personas son iguales en sus derechos y su capacidad de tener los mismos sentimientos, por eso pensamos también que el matrimonio puede ampliarse más allá de los límites de la Constitución de 1978. Pero esto no fue así hasta hace muy poco…»
Señalaba Aristóteles que: «la unión del hombre y la mujer no tiene nombre» (Política, I, 3, 2). No lo tendría porque el matrimonio no era una unión de un hombre y una mujer mediante un contrato, sino una transacción de una mujer pactada entre dos hombres. En las lenguas indoeuropeas los hombres «toman a las mujeres» cuando se casan con ellas, o bien las «conducen» a su casa, desde la casa de su padre. Y el marido es el poseedor de la mujer. De hecho la palabra latina maritus se forma a partir del sufijo posesivo -tus y de la raíz mari. Mari es la joven casadera, lo mismo que la parthénos, o virgen griega, que es virgen no por no haber sido desflorada, sino porque es una joven casadera. En las lenguas indoeuropeas no hay tampoco un verbo que diga que la mujer se casa. La mujer solo cambia de condición, y pasa a tener condición de esposa, pasando su tutela de su padre, o pariente masculino, a su marido y luego, si fuese viuda, a su hijo. Los padres entregan a sus hijas a sus maridos, para «que engendren hijos parecidos a sus padres», según la fórmula griega. Una fórmula que se explica porque en Grecia la filiación es patrilineal, y los hijos pertenecerán solo al linaje paterno. El matrimonio sería entonces un acuerdo para que las mujeres fértiles engendren y críen hijos. Curiosamente la palabra latina que designa a la esposa, uxor, significa «la mujer habitual, el ser femenino al que estoy acostumbrado», y no la compañera sexual, ni la amiga.
Nosotros pensamos que los hijos no son lo fundamental en un matrimonio, sino la relación sentimental y sexual. Aunque no se dice explícitamente en la actualidad, se acepta que los casados van a tener sexo, aunque no tengan hijos. Y por eso no puede haber matrimonios sin sexo y solo con amistad, en lo que lo fundamental sería, por ejemplo, administrar los bienes en común y poder dejarlos en herencia.
En el mundo griego se suponía que las relaciones amorosas eran entre personas del mismo sexo, y en ellas además de atracción física existía una comunidad de sentimientos. Lo vemos en las relaciones de Safo con sus discípulas, en versos como: «Tengo una linda niña/ con la hermosura/ de las flores de oro,/ Cleide, mi encanto./ Por ella yo daría/ la Lidia entera/ y mi tierra querida»; o: «De veras quisiera estar muerta./ Ella, al dejarme, vertió muchas lágrimas». Y en el caso masculino tendríamos el ejemplo de Anacreonte, cuando cantaba: «Muchacho de ojos de niña,/ te miro y no te das cuenta./ No sabes, no, que de mi alma/ tienes las riendas». O el de Estratón de Sardes, cuando recoge en su antología poemas como éste: «Sé amar al que ama. Pero si me traiciona sé odiar también. Pues tengo experiencia en ambas cosas».
«En el mundo griego se suponía que las relaciones amorosas eran entre personas del mismo sexo, y en ellas además de atracción física existía una comunidad de sentimientos. Lo vemos en las relaciones de Safo con sus discípulas»
Un marido nunca recitaría versos como estos a su mujer, ni una mujer a su marido. En primer lugar porque el amor y el enamoramiento eran algo diferente al matrimonio. En él la mujer es la madre de los hijos y la administradora de una casa que solía tener esclavas como criadas. Su edad era muy inferior a la de su marido, pues los hombres se casaban pasados los treinta y las mujeres a partir de los doce, y aunque iniciasen sus relaciones sexuales más tarde sufrían una gran mortalidad en el primer parto, debido al insuficiente desarrollo de su pelvis, como indicaban los médicos hipocráticos. Su mundo y el de su marido no tenían nada que ver. Las mujeres se veían en el mercado o en las fuentes, no participaban en la política ni en la vida social, limitándose su participación en la religión a unos pocos días al año.
El amor entre mujeres se dio en círculos cerrados, como la escuela de Safo, y el de los hombres en los banquetes y gimnasios. Siempre fueron relaciones asimétricas, entre adultos y adolescentes, entre amantes activos y pasivos. Siempre fueron relaciones educativas y solo en ellas se entendía que podía haber una comunidad intelectual, como en la Academia de Platón, exclusivo club de hombres, en el que el impulso amoroso común era el motor que encaminaba a dos almas hacia la búsqueda del conocimiento. Todas las escuelas filosóficas griegas formadas por hombres unidos por lazos de amistad, – excepto la de Epicuro- fueron exclusivamente masculinas, con sexo o sin él, como en el caso de los pitagóricos.
«Algunos filósofos estoicos, como Marco Aurelio, comenzaron a pensar que el impulso amoroso, el deseo y la atracción por los cuerpos de los demás era un obstáculo para el desarrollo del pensamiento»
Algunos filósofos estoicos, como Marco Aurelio, comenzaron a pensar que el impulso amoroso, el deseo y la atracción por los cuerpos de los demás era un obstáculo para el desarrollo del pensamiento. Este emperador filósofo expresó su desprecio por el cuerpo cuando escribió esta definición del orgasmo, que sería más adecuada para un catarro: «la expulsión de un moco acompañada de una cierta convulsión». Fue la herencia griega en la medicina y la filosofía la que dio valor a la castidad, y no como se suele creer la herencia judía, ya que en el judaísmo se cree que todos los hombres deben casarse y que una mujer soltera o casada sin hijos es una mujer fracasada, e incluso un poco maldita.
Pero fue a partir de la castidad como se creó un nuevo modelo de la amistad y de las relaciones entre los hombres y las mujeres, dentro y fuera del matrimonio. Eso fue posible cuando el matrimonio del derecho romano, y luego germánico, otorgó un papel mayor a la mujer, haciendo necesario su consentimiento mediante un gesto, que en el caso germánico consistía en dar una zapatilla al novio, o rechazarlo a veces dándole una calabaza. Y cuando las viudas comenzaron a poder administrar su herencia.
«Fue la herencia griega en la medicina y la filosofía la que dio valor a la castidad, y no como se suele creer la herencia judía, ya que en el judaísmo se cree que todos los hombres deben casarse y que una mujer soltera o casada sin hijos es una mujer fracasada, e incluso un poco maldita»
Algunas viudas romanas formaron comunidades exclusivas de mujeres entre las que se difundió el cristianismo en el Oriente mediterráneo. A ellas se dirigió san Pablo, y otros Padres de la Iglesia, como san Jerónimo, con unas cartas llamadas Consolationes, en las que se incluían reflexiones filosóficas y se daba un contacto intelectual simétrico, de tú a tú, como el de la amistad de Aristóteles y Montaigne. Fueron esas mismas mujeres las que comenzaron a leer un nuevo tipo de obras: las novelas amorosas. En ellas sus protagonistas eran dos jóvenes de la misma edad, que se enamoraban ciegamente, se veían separados y superaban infinitos obstáculos, para acabar casándose en una nueva unión que uniría amor, matrimonio, comunidad de sentimientos y pensamientos y sexo
Esta unión fue más un ideal que una realidad, pero creó el modelo del amor y la pareja que solo llegaría a nacer en la Europa de fines del XVIII y comienzos del XIX y que fue inmortalizado en obras como El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín o el Werther de Johann Wolfgang Goethe. En ellas el amor nace ya del consentimiento y lleva consigo la comunicación personal y emocional de dos personas iguales en su dignidad y sus derechos.