15 junio, 2025
La democracia no es un bloque de hormigón ni una mole granítica indeformable. La democracia es una masa, hecha de arena, cemento, cal (y otros muchos ingredientes) que sirven de base para la construcción de un entorno de convivencia habitable, con edificios, calles, jardines, escuelas, hospitales, áreas recreativas y todo lo imaginable para que la vida de la gente sea digna y cada cual progrese en proporción a su esfuerzo y compromiso. La calidad de la masa depende de la concentración de cada ingrediente. Si te pasas de arena, mal asunto; si te pasas de cemento, demasiada rigidez. La masa, dependiendo de en qué manos esté, se puede secar, deformar e inutilizar convirtiéndose en un producto inservible. La democracia también. La masa es materia de albañilería. El arquitecto o el aparejador no están para magrear la masa. A ellos les corresponde velar para que el diseño sea hermoso y la construcción sea sólida, resistente, y perdurable.
A pesar de que la ambición de poder y el vicio del abuso quizá sean tan antiguos como la historia del ser humano -así se han hundido grandes civilizaciones e imperios-, los políticos de una sociedad moderna, civilizada y culta, deben empezar a entender que son servidores de quien les vota y paga, para velar por el buen uso de la masa con la que se construyen las democracias. El político no es dueño de la masa; se supone que es un fiel servidor -experto o no- de todos los albañiles que hacen y usan la masa en la edificación de sus hogares, de sus vidas, de sus familias, de su trabajo, cuya integración en un modelo arquitectónico concreto da lugar a una estructura democrática con idiosincrasia propia.
Cuando el político mete las manos en la masa, la democracia se corrompe. Cuando el político se adueña de la masa, está robando algo que no es suyo, está convirtiendo la democracia en una oligarquía o en una dictadura. El político se mancha cuando toca la masa. El político adultera la masa cuando antepone sus intereses a los de los albañiles (o del constructor que pone los recursos); cuando en vez de darles trabajo se lo quita; cuando ejerce el nepotismo de poner a los suyos en obras para los que no están preparados, dejando en la cuneta a los que sí lo están, aunque no sean de su cuerda; cuando se alía con los que venden cemento, cal o arena, para adulterar la masa a cambio de prebendas, cuyo fin último es hacer una masa defectuosa, frágil e inservible (y mucho más cara y fraudulenta); cuando asfixia al albañil con esclavitud fiscal y le obliga a trabajar de enero a julio para alimentar a inútiles; cuando el albañil que se lesiona o enferma tiene que esperar un mes para hacer una resonancia o un año (o más) para hacer una operación; cuando permite que la mujer o la hija del albañil no pueden pasear solas a cualquier hora por miedo a que las agredan o violen; cuando al albañil le ocupan la casa ilegalmente y nadie lo defiende; cuando permite que la masa se endurezca y deforme con falsedades; cuando permite que albañiles y cacos roben la masa; cuando un albañil hambriento acaba en la cárcel por robar una hogaza de pan para su familia, mientras el arquitecto o el constructor corrupto -que robó millones- se va de vacaciones al Caribe…
«Los tres poderes tradicionales del Estado son el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Estos poderes se separan y controlan mutuamente para garantizar un gobierno democrático y evitar el abuso. Cuando el ejecutivo es una desgracia, y el legislativo una amalgama de inútiles, oportunistas y filodelincuentes, el tercer poder, el judicial, no puede ser ciego,sordo y mudo»
El político está para garantizar que la calidad de la masa sea óptima y para que se use correctamente en la edificación de estructuras seguras. Para ello cuenta con multitud de recursos públicos: presupuestos y un ejército de funcionarios. Y en cada obra tiene que haber servicios de vigilancia, controles de calidad, libres de conflicto de interés, cuya finalidad es hacer que ni los albañiles, ni los jefes de obra, aparejadores, arquitectos y constructores metan las manos en la masa.
Cuando todo esto falla, cuando se altera la calidad de la masa, las democracias -como los edificios mal hechos- se vienen abajo. Y en este derrumbe hay muchos responsables; casi todos son culpables.
Los tres poderes tradicionales del Estado son el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Estos poderes se separan y controlan mutuamente para garantizar un gobierno democrático y evitar el abuso de poder. Cuando el poder ejecutivo (Gobierno) es una desgracia, y el poder legislativo (parlamento) una amalgama de inútiles, oportunistas y filodelincuentes, el tercer poder, el judicial, no puede ser ciego, sordo y mudo.
Los jueces no pueden seguir escondidos en su castillo de marfil, viéndolas venir, no haciendo nada ante la descomposición progresiva de la democracia. Si realmente creen en la separación de poderes, deben actuar, como ciudadanos y como salvaguardas de la justicia y el orden social. Cualquier otra actitud, basada en normativas de privilegio y seguridad personal, no justifica la pasividad vigente.
Luego está el cuarto poder (los medios de comunicación, en sus diferentes modalidades y vertientes), irremediablemente contaminado por la infestación del ejecutivo y el legislativo; vendido a los intereses sectarios de quien compra para poner púlpito mediático y altavoces a su conducta falaz, disfrazada de ideología.
Luego está el dinero, el capital, nunca libre de culpa. Los empresarios deben dejar, de una vez por todas, de alimentar la corrupción con prebendas y maletines -de cuero oscuro- a los políticos que defienden sus intereses bastardos.
La Banca tiene que acabar con el camaleonismo que luce, indiferente a la ideología del poder, siempre que el gobierno de turno proteja sus intereses, oculte sus irresponsabilidades, y cargue sobre sus clientes la cobertura de los socavones económicos que ellos y los políticos provocan -léase pasado de Cajas de Ahorro, Bankia, etc.
Los funcionarios públicos deben tomar conciencia de que ellos no sirven al político de turno -al que siempre sobreviven- sino al pueblo que les mantiene, con dinero público, al que deben respeto, consideración y espíritu de servicio inquebrantable, independientemente del color político de quien ostente el poder en un momento determinado.
Maestros, educadores, académicos y responsables de la educación básica y superior deben anteponer su vocación a la ideología; son funcionarios públicos cuya misión es enseñar a pensar, instruir y preparar a la juventud para el futuro; en su labor educativa no deben llevar en la solapa la insignia sindical ni el traje ideológico con el que se sientan mejor disfrazados.
«Los ciudadanos deben madurar y decidir con la cabeza, no con la víscera. El voto no es un permiso ni un pago ni un premio a la ideología personal sino a la capacidad de gestión del interés público. El voto no es una declaración de afinidades; es una obligación impositiva para que quien lo obtiene cumpla con la protección de los intereses de quien se lo otorga»
Los responsables de la salud pública -también funcionarios- deben tener la valentía de buscar siempre el bienestar de la población y no doblegar su profesión al capricho de decisiones políticas, como ocurrió con el COVID -y como ocurre diariamente en dispensarios médicos y centros de salud, donde la norma burocrática se antepone al nivel de satisfacción del enfermo que viene buscando ayuda.
Los ciudadanos deben madurar y decidir con la cabeza, no con la víscera. El voto no es un permiso ni un pago ni un premio a la ideología personal sino a la capacidad de gestión del interés público. El voto no es una declaración de afinidades; es una obligación impositiva para que quien lo obtiene cumpla con la protección de los intereses de quien se lo otorga. El voto no puede ser una licencia para actuar sin obligación de rendir cuentas, ni un permiso para desintegrar el estado, ni para arruinar la economía, ni para mantener a vagos, ni para abrir puertas a la inmigración ilegal, ni para favorecer a los afines y hundir a los discrepantes. El voto es un gesto de confianza para el bienestar colectivo, el orden social, la justicia, la equidad, la igualdad de oportunidades. Cuando el voto es solo un guiño ideológico, la democracia se corrompe, se degrada, se pudre. El voto es la única arma de la que dispone el ciudadano para premiar o castigar a quien promete y cumple o a quien promete y engaña, respectivamente, con independencia de que la carga del barco escore a derecha o izquierda. El voto permite la alternancia en la balanza del poder; y el ciudadano es el responsable último, en esencia, que permite, alimenta, motiva y estimula con su desidia, aburrimiento y desinterés, el abuso político constante de quienes -en vez de ocupar cargos públicos- debieran ser enviados -por una larga temporada- a compartir hotel con criminales, pederastas, violadores y estafadores.
Desde un punto de vista formal y ortodoxo -no alegórico-, la democracia es un sistema de gobierno en el que el poder político es ejercido por el pueblo, ya sea de forma directa o mediante representantes elegidos. Su esencia radica en la participación ciudadana, la transparencia, el respeto por los derechos humanos y el imperio de la ley. Sin embargo, cuando la política se desvía de estos principios y se utiliza en beneficio de intereses personales, partidistas o corporativos, hablamos de abusos de la política. Estos abusos minan las bases democráticas, generando desigualdad, desconfianza y pérdida de legitimidad institucional.
Los abusos políticos comprenden el uso indebido del poder público para manipular instituciones, acallar voces disidentes, obstaculizar la justicia, favorecer clientelas políticas o enriquecerse ilícitamente.
Las causas principales de los abusos políticos son: (1) Corrupción estructural:
Cuando los sistemas de control, fiscalización y justicia son débiles o están cooptados, se genera un ambiente propicio para el abuso. La falta de consecuencias alimenta prácticas corruptas. (2) Concentración de poder: La centralización del poder en pocos actores o instituciones facilita decisiones autoritarias, reduce el equilibrio de poderes y limita la participación ciudadana. (3) Débil cultura democrática: La falta de educación cívica, el clientelismo y el desinterés de la ciudadanía en los asuntos públicos favorecen la impunidad política. (4) Manipulación de los medios y desinformación: El control o uso estratégico de los medios de comunicación y redes sociales para influir en la opinión pública o desacreditar adversarios erosiona el debate democrático. (5) Falta de transparencia y acceso a la información: Cuando los gobiernos ocultan datos, dificultan auditorías o tergiversan información, se dificulta la rendición de cuentas y se favorece la opacidad. (6) Financiamiento ilícito o poco regulado: La entrada de dinero de origen dudoso o sin control en las campañas políticas condiciona la acción de los gobiernos, priorizando intereses privados por encima del bien común.
«La democracia no es solo un sistema electoral, sino una forma de convivencia basada en la justicia, la participación y el respeto mutuo. Los abusos de la política representan una amenaza directa a este modelo. Combatirlos exige fortalecer la educación cívica, las instituciones, la rendición de cuentas y el involucramiento ciudadano activo»
Las consecuencias del abuso político para la democracia son la deslegitimación del sistema político, el aumento de la polarización social, la pérdida de confianza en las instituciones, el estancamiento del desarrollo y aumento de la desigualdad, y el ascenso de liderazgos autoritarios o populistas.
La democracia no es solo un sistema electoral, sino una forma de convivencia basada en la justicia, la participación y el respeto mutuo. Los abusos de la política representan una amenaza directa a este modelo. Combatirlos exige fortalecer la educación cívica, las instituciones, la rendición de cuentas y el involucramiento ciudadano activo.
Nada de esto es nuevo en la historia de la humanidad; el problema, como de costumbre, es la incapacidad histórica de esta especie torpe -de conducta redundante- para no incurrir una y otra vez en los errores del pasado. En The Life of Reason: Reason in Common Sense (1905), el erudito español, afincado en Estados Unidos, George Santayana apuntaba sabiamente: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Se atribuye a Napoleón Bonaparte, allá por el año1815, el dicho: “La historia es un conjunto de mentiras acordadas”. La ambición de poder es un vicio vesánico que irremediablemente impele al abuso. George Orwell fue quien dijo en 1949 que “el poder no es un medio, es un fin”. En una carta a Mandell Creighton, el 5 de abril de 1887, Lord Acton escribía: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Toda forma de poder tiene un ejecutor y una víctima. En política, la víctima es siempre la misma. En un discurso de 1819, Simón Bolívar manifestaba que “donde quiera que se exprese el poder arbitrario, el hombre se convierte en víctima”. Una práctica común del abuso de poder es la difusión masiva de la mentira, la agresión verbal y el silenciamiento del adversario. En Silence Dogood Letters (1722), Benjamin Franklin declaraba: “La libertad de expresión es la base de todos los demás derechos. Sin ella, la tiranía prospera”. Tapar la boca al adversario es práctica corriente; y, en el mundo ibérico, en vez de bozal se usa el exterminio psicológico y la judicialización de la vida pública. En Necessary Illusions: Thought Control in Democratic Societies (1989), Noam Chomsky escudriña en las estratagemas del poder corrupto: “La propaganda es al poder lo que la violencia es a una dictadura”.
Desde antiguo se anima a la ciudadanía a participar en política, más allá del voto; pero la realidad desanima, frustra y desmotiva. El mal político siempre vence por agotamiento; y, por agotamiento, cae. En La República de Platón (s.IV a.C.) se advierte: “El precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres”. Estos hacen gala de sinvergonzonería sin límites y los ofendidos responden. En los Aphorismen (Aforismos)(1789) de Georg Christoph Lichtenberg aparece: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.
La forma más sutil de abuso de poder la anticipó Montesquieu en El espíritu de las leyes (1724): “No hay tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia”. También dijo: “Ningún hombre debe tener tanto poder como para poder corromper a otro impunemente”. A ello añade Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social (1752): “El despotismo no necesita leyes: se alimenta del miedo y se mantiene con el silencio”.
El mundo hispano de ambos lados del Atlántico es maestro en experiencias de abuso de poder. Algunos ejemplos de reflexiones recientes son: Elena Marqués, en Ensayos de una Nación Silenciosa (2022):”La corrupción no comienza en los bolsillos, sino en la conciencia que decide callar”. Tomás Ledesma, en Verdades de Pasillo (2023): “El poder no corrompe por sí mismo, solo revela quién siempre estuvo dispuesto a traicionar la ética por comodidad”. Lucía Herrera, en La Democracia en Jaque (2021): “Cuando los poderosos hacen leyes para protegerse, ya no gobiernan: se blindan”. Julián Ortega, en una Conferencia en el Foro Internacional sobre Ética Pública en México (2024): “El abuso de poder es la forma más sofisticada de violencia: no deja heridas visibles, pero destruye generaciones”. María del Sol Vargas, en un artículo en El Ojo Público (2025): “La corrupción es el arte de disfrazar el robo con palabras elegantes y sellos oficiales”. Gabriel Cifuentes, en La República Desnuda (2022): “Una democracia tolerante con la corrupción es solo una dictadura bien maquillada”. Ismael Ríos, en un discurso en la Universidad Nacional de Córdoba (2023): “El silencio del ciudadano ante el abuso es el combustible del tirano”.
«Los tiranos se rodean de hombres malos porque les gusta ser adulados, y ningún hombre de espíritu noble los adulará. Por ello, a nadie extraña el séquito de jueces, fiscales, tontos con pedigrí, bufones, eunucos y aduladores profesionales que dan calor y fuelle al cerebro vacío de moral y honor»
Detrás del abuso de poder -aparte de la maldad de quien lo ejerce- está la debilidad humana. Por eso es plena responsabilidad de la ciudadanía saber a quién da el poder y en qué dosis; lo cual es perfectamente aplicable al mundo empresarial, donde el abuso, la trampa y la corrupción no son excepciones. William Pitt, el Viejo, en un discurso ante la Cámara de los Comunes del Reino Unido en 1770 arengaba: “Donde se da todo el poder, también se da todo el abuso”. Unos años después, en el número 51 de Federalist Papers (1788), James Madison lo refrendaba: “La experiencia ha enseñado que los hombres que tienen poder tienden a abusar de él”. Y en uno de sus discursos en el Parlamento británico en 1770, Edmund Burke afirmaba que “los hombres se vuelven injustos no porque tienen poder, sino porque no tienen límites”. La inmoralidad ilimitada de la clase política corrupta es lo que permite a ciertas minorías -ocultas tras la sucia cortina de la aritmética parlamentaria- someter a la mayoría. Igualmente, “toda vez que una mayoría se une con un interés común, los derechos de la minoría corren peligro”, dice John Stuart Mill en On Liberty (1859).
A las mentes débiles y a los políticos corruptos se les puede identificar por su necesidad de adulación, como conducta adictiva. Aristóteles menciona en Política (340 a.C.): “Los tiranos se rodean de hombres malos porque les gusta ser adulados, y ningún hombre de espíritu noble los adulará”. Por ello, a nadie extraña el séquito de jueces, fiscales, tontos con pedigrí, bufones, eunucos y aduladores profesionales que dan calor y fuelle al cerebro vacío de moral y honor -hinchado de ambición perversa y egolatría- que lleva la bandera en el escroto.
Cuando la masa del edifico democrático se resquebraja, y la construcción se derrumba, tanta culpa tiene el albañil como el arquitecto, el ingeniero civil, el constructor y el empresario. El arte está en la masa.