4 junio, 2024
Decía Stefan Zweig, un escritor, biógrafo y activista social austríaco, posteriormente nacionalizado británico -y uno de los novelistas de mayor relieve de la primera mitad del Siglo XX- que “todos tenemos un día que marca nuestra existencia”. El de él, posicionado a lo largo de su vida contra las doctrinas nacionalistas y el espíritu revanchista de la época, pudo ser escogido a voluntad “en un buen momento y de pie en una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la tierra”.
A diferencia del escritor significado en la militancia contra la barbarie nazi y declarado antibelicista, en el caso del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y por lo que hace a su trayectoria política, no cabe duda que ante la Historia, para la pervivencia de su recuerdo en los libros de texto que habrán de estudiar esos alumnos de la EBAU que rechazan el conocimiento histórico, ese día que marcará su existencia ha llegado ya. Como consecuencia tan lógica como no deseada de sus actos más que desde una buscada opción de su voluntad, y que no tiene otra fecha que la del pasado jueves, 30 de mayo, cuando propició el mayor atentado, la incomprensible felonía de dejar el espíritu y letra de la Constitución en agua de borrajas. Cuanto llevamos vivido de la mano de este Gobierno Frankenstein de coalición de social-comunistas con nacionalistas, separatistas y filo-etarras, tenía aún la posibilidad del pie en pared, del hasta aquí hemos llegado, de revertirse, retornar a la senda constitucional pese a todos los escarnios hechos y pelos dejados en la gatera.
La aprobación, el jueves, de la Ley de Amnistía y sus consecuencias de ruptura de las bases constitucionales –soberanía nacional, igualdad ante la ley y separación de poderes- supone esa ya indeleble marca en su vida, la constatación del no retorno y la efectiva pérdida de legitimidad de ejercicio, por abjurar de aquello que, habiendo sido prometido, le obligaba por encima de todas las cosas. Con la cobardía añadida de su ausencia de los debates.
Pero ¿Cómo se llegó a semejante infamia? ¿Cómo fue posible tamaña traición? Sin duda por la coincidencia de cuatro distintos elementos que, cual perfecta alineación astral, se conjuraron en este fatídico momento actual cuya deriva se antoja cada vez más peligrosa.
El primero de ellos, la enfermiza personalidad de su protagonista, nítido ejemplo de lo que los psicólogos conocen como tríada oscura de la personalidad, sin que en el caso que nos ocupa sea fácil discernir cuál puede sobre cuál, la que prevalece sobre las demás, ya sea el maquiavelismo constatable en esa identificación de mentira con cambio de opinión, carencia de principios y continuada manipulación interpersonal como la clave para el éxito; el narcisismo propio de quien carece de toda cualidad empática, exhibicionista de Falcon, y absolutamente intolerante ante esa calle que no se rinde a sus virtudes y encantos personales y es capaz de reaccionar frente a ellos con la virulencia de la revancha consciente. Por fin, esos rasgos psicopáticos de una persona egoísta, manipuladora, irresponsable, temeraria y proclive a la violación de toda regla social.
Un segundo elemento en esa alineación de males, lo constituye la apatía de una sociedad actual que, a diferencia de la precedente, se siente cómoda en esta sociedad del consumo, absolutamente complacida y renuente a hacer frente a cualquier adversidad u obligación; la sociedad líquida de Bauman en cuanto representa de sobredosis de información sin filtrar, el fin del compromiso mutuo o la economía de los excesos. Porque, como aventuró en 1978 el Nobel Alexander Solzhenitsyn en su discurso de graduación –Un mundo dividido en pedazos– en Harvard, “La merma de coraje puede ser la característica más sobresaliente que un observador imparcial nota en Occidente en nuestros días. El mundo Occidental ha perdido en su vida civil el coraje, tanto global como individualmente, en cada país, en cada gobierno, cada partido político y por supuesto en las Naciones Unidas. Tal descenso de la valentía se nota particularmente en las élites gobernantes e intelectuales y causa una impresión de cobardía en toda la sociedad.” Una configuración de la sociedad actual que se muestra indolente, incapaz de reaccionar ante quienes, en ese intento de particulares golpes de Estado, rehúsan el viejo recurso de las armas para hacerlo de un modo más sibilino y efectivo, desde la disolución de los fundamentos morales, la ciega y sumisa asunción de procederes que atentan contra nuestra propia libertad, con la eficacia de la termita cuyos resultados finales sólo son perceptibles cuando el mal no tiene retorno.
En tercer lugar, por la mitómana grandeza de un pueblo, el catalán, tan deseoso de significarse por encima de todos los demás en España, como torticero en el uso y abuso de la Historia, que hasta en la Roma clásica encuentran antecedentes–Indíbil y Mandonio- de un derecho de autodeterminación que a lo largo de los siglos no le brindó sino derrotas y frustraciones… y así seguirá, en esa continuada victimización que va de la política al fútbol.
Y por fin, como cuarto y fundamental elemento, un equipo de apoyo monclovita que vino a demostrar la infalibilidad de las leyes goebbelianas allí donde los escrúpulos éticos salieron por la ventana, donde la mentira no conoce límites ni vergüenzas y los once principios de comunicación del jefe de propaganda nazi son aplicados con febril fruición y, vista la adocenada aceptación de la ciudadanía, con manifiestos resultados de manipulación.
Y así llegamos al tiempo presente, a esta nueva constatación de la teoría del cisne negro en política que nos cogió tan por sorpresa como para impedir que convirtieran en desafuero el espíritu de concordia del 78. A cobrar carta de naturaleza la admonición del presidente de la primera República, don Nicolás Salmerón, catedrático de metafísica, cuando aseguraba que “nada es más destructivo para el espíritu del poder público que romper los principios y esencias del Estado de derecho por puro interés político y promoviendo, al mismo tiempo, la desigualdad más cainita y caprichosa entre españoles”. Es decir, Sánchez en estado puro.
Pero la crónica no quiere concluir cayendo en la melancolía de lo irremediable. Porque quedan tres bastiones, tres fortalezas o trincheras aún a salvo del megalómano metido en su particular laberinto para el que no encontrará salida. Jueces, Europa y prensa, justamente los tres baluartes que aún se resisten, cuentan con la fortaleza suficiente como para ver como el mitómano se ahoga en el vómito de su propia soberbia, en lo insustancial de su inabarcable narcisismo, cual Ícaro deseoso de tanta gloria como inútil y fracasada osadía de creerse un nuevo rey sol. Y sí, como al autor del Príncipe, acaso como única ambición le quedará la posibilidad en su particular exilio político del trampantojo de revestirse cada noche, como Maquiavelo, de los ropajes de su perdida dignidad. Política y personal.