21 junio, 2025
“Tienes que probar la lamprea, es una delicia que te va a llenar el alma”, me recomendó la dulce señora a cargo del albergue de peregrinos, apenas salimos de Caldas de Reis. Nuestra intención cuando viajamos desde Argentina era hacer primero la etapa del Camino Portugués hasta Padrón, para luego conocer la tierra de mi apellido, pero la pasión tuvo más fuerza: teniendo a Catoira tan cerca, nos fuimos hacía allá como atraídos por un imán. Averiguar si teníamos familiares, ver el Ulla y abrazar las Torres de Oeste (que veíamos en fotos desde pequeños) eran nuestros grandes sueños incumplidos.
Paseamos y nos emocionamos. Les aseguro que antes de viajar llegué a dudar si este rincón del mundo existía o era una fantasía creada entre tantas historias que contaba mi abuelo emigrante, mezcladas entre leyendas de vikingos y meigas. Pero la respuesta estaba ahí: por primera vez en 40 años, esas imagenes borrosas, en blanco y negro, ahora eran reales y explotaban a todo color frente a mis ojos.
Luego fuimos al restaurante Casa Emilio, (pegado a la estación y actualmente cerrado), bajo una gran tormenta. Estaba embarrado de pies a cabeza; me daba vergüenza entrar y ensuciar todo. En ese momento el dueño abrió la puerta y le pedí disculpas por querer ingresar en ese estado. Me respondió algo así como “discúlpanos tu por esta chuvascada del carallo”. Comenzó a reírse y recordé que en Galicia tienen como 50 palabras para nombrar a la lluvia.
Buscamos una mesa mientras de reojo espiaba el televisor, donde los clientes estaban mirando un partido del Barcelona. Enseguida, sin preguntarme nada, apareció delante mío un balde gigante lleno de sopa. ¿Será todo para mi? ¿Por qué me lo dieron sin aviso? ¿Es gratis? Ya me venía acostumbrando a que te regalen comida cuando pedís una cerveza, pero esto ya era demasiado. En Argentina no sucede: hay tendencia de cobrar hasta el saludo.
Sírvete la cantidad que gustes, escuché y empecé a sentirme como un niño en Disney. Lo único que me tenía un poco incómodo era que el resto de las personas en el bar nos observaban con bastante desconfianza. Imaginense un miércoles a la noche en pleno invierno; todas las caras eran las de siempre menos las nuestras. Hasta que Messi gambeteó a tres rivales, definió con calidad al segundo palo y sin darme cuenta, dije en voz alta “Que grande pibe, sos un genio”.
¿Argentino? preguntó alguien al escucharme desde la mesa donde hasta recién me miraban como si fuese un extraterrestre recién arribado al planeta Tierra. Cuando respondí que si, se produjo el milagro y sus rostros se transformaron. Dejaron de verme sospechoso, les conté que venía del otro lado del océano, que era un Catoira conociendo Catoira y hasta me pidieron que les muestre el pasaporte. No podían creer que no tuviese doble apellido y me llamase así, a secas, igual que el pueblo.
Me invitaron a su mesa, demostrando que la eterna conexión entre Argentina y Galicia funciona natural y automáticamente. Y empezaron las preguntas y respuestas, con un rasgo emotivo muy fuerte: así como yo buscaba a mi familia gallega, ellos, todos ellos, tenían algún pariente en el país. Otros además un gran amigo, tal vez un viejo amor. No habían pasado cinco minutos de charla y ya nos sentíamos unidos en los sentimientos de dos tierras enlazadas para siempre.
Mis nuevos compañeros tenían familia en Barracas, Constitución, San Telmo y Parque Patricios, barrios porteños bien gallegos, donde también se conocieron mis abuelos. Y amigos en Avellaneda, donde por cercanía a esos vecindarios, desde aquella epoca toda mi familia es, fué y será fanática del Racing Club. Uno de ellos hasta me confesó que su gran amor emigró a la Patagonia y todavía la extraña, 60 años después. Y pensé que se iban a sorprender cuando les conté que acá todavía le decimos gallegos a todos los españoles, pero ya lo sabían.
¿Los gallegos también saben todo? Entonces somos iguales.
Manuel, el mayor del grupo, me recordó que “Bos Aires” era la quinta provincia gallega. Y tiene razón, porque más allá de las raíces y el amor por el lugar de mis orígenes, la gran mayoría de los argentinos nos criamos así: el panadero, el almacenero, el diariero, eran gallegos. Y el dueño del bar donde mi abuelo pasaba la tarde (y varias noches), también. Las casas donde vivíamos las habían construido los gallegos, algunos hasta con tres empleos diarios. Convivimos con su esfuerzo y nos criamos viéndolos luchar lejos de su tierra por una vida mejor; si en Argentina aún sobrevive la cultura del trabajo, es fruto de la gran inmigración.
En la gastronomía, no queda lugar a ningún tipo de dudas: todas las carnes o pescados y mariscos existentes y hasta el puchero, se comían “a la gallega”, aunque ese título podría extenderse a cualquier producto al que le agregaran pimentón. Ni hablar de la tortilla de papas y las empanadas (de esta lista omito el pulpo, porque por el fin del mundo no alcanza ningún sueldo para semejante manjar). Y así podría nombrar cientos de ejemplos, entre tradiciones, costumbres y vivencias que atravesaron la historia.
Pero lo más importante y simbólico que conservamos de Galicia es anímico. O espiritual, como prefiero llamarlo. Es un legado intangible, pero perpetuo. Creo en una herencia inconsciente, que se transmite de generación en generación y nos sigue uniendo en sentidos y sentimientos, mezcla de cultura y magia. Por eso, nadie podría explicar porque mi abuelo, cuando lloraba o se enojaba, lo hacía en gallego. Las emociones más profundas las expresaba en un idioma que solo utilizaba para esos casos. Su autenticidad se mantuvo siempre plenamente ligada a sus orígenes, más allá de haber emigrado de muy pequeño.
¿O por qué mi padre, a una remota casilla de pesca en el Delta del Paraná, le puso de nombre “La Nostalgia” y se deprimía mirando el atardecer en el río desde el muelle, diciéndole a toda la familia que sentía que le faltaba algo y no sabía lo que era? Varios años después me dí cuenta que “mi viejo” tenía morriña sin haber pisado Galicia jamás en su vida, en una señal de identidad reflejada más allá del tiempo y la distancia.
Luego también nos sucedió a mi hermano y a mi, que en cuanto conocimos Catoira, nos miramos y sin hablar, entendimos que ese era nuestro lugar en el mundo, a 10 mil kilómetros de donde nacimos y donde, en ese mismo instante, supimos que algún día iríamos a vivir. Es así, simplemente se siente. Y por más que lo intente, tal vez sea imposible continuar intentando expresarlo en palabras.
¿Qué va a cenar?, preguntó el mozo de repente. Lamprea, respondí al instante, como me había recomendado la dulce señora a cargo del albergue de peregrinos. “Lo lamento, pero no queda más”. No hay problema, respondí: recomiende usted algo para comer… porque estar sentado en esa mesa, sintiéndome verdaderamente en casa, ya me había llenado el alma.