27 mayo, 2024
A los lectores voraces, casi sin excepción, nos entusiasma el Noir, o si lo prefieren, la novela policíaca en toda su amplia variedad. La maestría de E.T.A. Hoffmann y de Poe. La ejemplaridad de Agatha Christie (tanto sus Miss Marple como sus Poirot, un personaje capaz de entrar en dudas místicas o metódicas justo inmediatamente después de que nos haya caído sustancialmente bien), o el asombro siempre limítrofe producido por Conan Doyle (Holmes no tiene precio), o la obra de media docena de clásicos referenciales como Edgar Wallace (el padre de King Kong), Chesterton (el del Padre Brown), Chandler (Marlowe/Bogart/El Sueño Eterno), Mickey Spillane (Kiss Me Deadly) o Hammett (Spade/Bogart/El Halcón Maltés)…
El crimen siempre es nefando, desde luego. Aunque ha habido escritores (y pensadores) que se lo han tomado de cachondeo. ¿Recuerdan la humorada de Thomas De Quincey en Del asesinato considerado como una de las bellas artes?: “Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente…”
Hace poco, les recordaba que estamos en una era áurea en cuanto a lo que se refiere a la novela. Los consagrados escriben cada vez mejor (por cierto: léanse el último trabajo, Baumgartner, de ese gigante desaparecido hace unos días que se llamó Paul Auster). Aunque lo más asombroso es que los que llevan menos andadura, o los más jóvenes quizás, están dando unas sorpresas magníficas.
Hace poco estuve hablando con una autora que pertenecería a este último grupo. Se trata de Inés Plana, que ya nos había conquistado hace tiempo con joyas del calibre de Antes mueren los que no aman. Y ahora mismo acaba de editar en Espasa Fugitiva. Voy a intentar describírsela brevemente sin caer en el error del spoiler. Aquí de hecho, eso sería imperdonable. Todo gira en torno a un personaje, Rosaura Castán. Una mujer marcada por circunstancias desafortunadas (como la muerte accidental de su madre debido al entusiasmo desorbitado de un perrito que ella debería haber cuidado con más esmero, algo que le produce un complejo de culpa imborrable). Alguien a quien la suerte sigue, a lo largo de su vida, sin mostrársele. Hasta llegar a un punto culminante: Adrián, su único hijo, su sostén vital, una persona adorable en todos los sentidos, es asesinado.
Cae en el abismo. Por si fuera poco, en su entierro, aparece un energúmeno, miembro de una familia terrible, que, simplemente por el hecho de que su novia admiraba a Adrián, ya que la había encarrilado en sus estudios de matemáticas (su ocupación: las clases de recuperación a chavales con dificultades en cuestiones de cálculo), y movido por sus celos furiosos y su propia actitud chulesca, le confiesa a la madre que él lo ha matado, dándole además detalles precisos del hecho… La mujer se vuelve completamente loca. En pleno velatorio, ella sale detrás, coge obnubilada su coche y lo atropella, matándolo…
En la trama pasa absolutamente de todo. Ella va a la cárcel. Pero se jura que, ante todo, acabará vengando a su hijo. Las presiones se acumulan. La familia del imbécil que se autoacusó persigue a Rosaura por haberle aniquilado y le procuran un infierno inmediato. Pero, además, consigue, en un primer permiso penitenciario, hacerse con un teléfono y entrar en contacto con un tipo relacionado con una compañera de celda que, teóricamente, la ayudará a buscar al verdadero culpable… No sólo la cosa no funciona, sino que los tiros comienzan a cruzarse en su camino… Hasta que recibe un mensaje de un ente misterioso que parece dispuesto a ayudarla de verdad… Y todo parece conducirla hasta una vetusta farmacia…
Y hasta aquí puedo (o debo) contar. La sorpresa es que la última situación, tras una narración tan adictiva (de las que uno no puede, bajo ningún concepto, dejar de leer) como absolutamente opresiva, nos recordará, y mucho, a un caso conocido por todos: el de Asunta Basterra, ni más ni menos…