7 abril, 2024
En el mundo industrial, el valor de un producto viene determinado por el coste de las materias primas, su fabricación, y el beneficio para el fabricante, los intermediarios y el vendedor. Resultado de todo ello es el PVP (Precio de Venta al Público), la entelequia que paga el comprador y que casi nunca se corresponde con el valor razonable del producto que se adquiere. Al final, el mayor beneficio nunca es para el inventor o el fabricante sino para los intermediarios y el mercader final, que son quienes, en realidad, marcan el valor del producto. Esto es aplicable a cualquier sector. La subida brusca del precio de la gasolina el día que sales de vacaciones no es por casualidad o porque los pozos de petróleo del Golfo Pérsico se encaprichen durante el Ramadán; la subida del precio de la leche no es porque las vacas se pongan de huelga; la del aceite no es porque los olivos tengan gripe; el disparate del precio de los hoteles en temporada alta no es porque cambien el ajuar de las habitaciones o porque le aumenten el salario a las señoras de la limpieza; la subida de la luz no es porque el sol se ponga antes y la tormenta impida ver la luna llena. Nada es casual.
Con toda razón decía John Barth en The Floating Opera, que “nada es intrínsecamente valioso; el valor de cada cosa le es atribuido, asignado desde fuera de la cosa misma, por las personas”; y el mundo está tan acostumbrado a vivir en la falsedad del valor de las cosas que hemos llegado a lo que Cervantes ponía en boca del Quijote: “Damos poco valor a lo que cuesta poco”. Montaigne decía lo mismo de otra manera: “Lo que más amamos es lo que más nos cuesta”. Nada diferente escribió Thomas Paine en The American Crisis: “Lo que obtenemos demasiado barato, lo consideramos demasiado ligero; es sólo la carestía lo que da a cada cosa su valor”. Lo peor de todo es, como decía Publilius Syrus en sus Moral Sayings, que “cualquier cosa vale lo que su comprador pagará por ella”. De aplicarlo al esfuerzo personal para conseguir un objetivo en la vida, podría tener sentido; pero cuando se aplica a lo material, cuyo valor es falseado por la codicia o el criterio de oportunidad, entonces indica que hemos perdido el sentido del valor y que admitimos la adulteración como norma. Tanto para el vendedor como para el comprador, un artículo vale lo que la necesidad o la oportunidad imponen. Puede que tuviese razón Thomas Carlyle en Sartor Resartus: “El mundo es como una anciana que confunde cualquier moneda con una moneda de oro; por lo cual, siendo engañada a menudo, no confiará en lo sucesivo más que en el cobre común”.
En The Wealth of Nations, Adam Smith explicaba que “El precio real de todo, lo que realmente cuesta todo al hombre que quiere adquirirlo, es el trabajo y la molestia de adquirirlo»; y en Interpretations of Poetry and Religion, George Santayana, inteligentemente ironizaba con la idea de que “lo que es falso en la ciencia de los hechos puede ser cierto en la ciencia de los valores”. En definitiva, el valor de las cosas es un arquetipo emocional entre quien las vende y quien las compra, sin un referente objetivo más allá de lo que impone la costumbre y los intereses recaudatorios de la administración, que se encarga de esquilmar al vendedor y al comprador. “El hombre tímido anhela el valor total y exige un décimo. El hombre audaz ataca por el doble de valor y se compromete a la par”, enredaba Mark Twain en Following the Equator. Más allá de la influencia de la personalidad humana y el apetito fiscal a la hora de dar valor a las cosas, puede que no carezca de sentido la expresión de Charles Dudley Warner en My Summer in a Garden: “En este mundo no existe nada con valor absoluto. Solo puedes estimar lo que una cosa vale para ti”. Da la impresión de que las líneas maestras de la asignación de valores materiales a las cosas y la preservación de valores fundamentales, que marcan la catadura moral de las personas, siguen pendientes antagónicas en una sociedad a la deriva, donde se atenta contra leyes naturales, donde el sexo es una elección de conveniencia, donde el poder carece de ideología y hace cama redonda con putas y monjas, donde la cantidad asfixia a la calidad, donde lo grande ignora que es el resultado de la fusión de partículas minúsculas, donde la ley cobija al malhechor, y donde la infancia esclaviza a la madurez y enjaula a la vejez.
«El mayor beneficio nunca es para el inventor o el fabricante sino para los intermediarios y el mercader final, que son quienes, en realidad, marcan el valor del producto. Esto es aplicable a cualquier sector. La subida brusca del precio de la gasolina en vacaciones no es por casualidad o porque los pozos de petróleo del Golfo Pérsico se encaprichen durante el Ramadán; la subida del precio de la leche no es porque las vacas se pongan de huelga»
En esa penumbra de falsas certezas, damos valor a lo que brilla con destellos que impiden distinguir la naturaleza deslumbrante del objeto; somos arrastrados por la presión del marketing, cuyo coste encarece la bazofia de lo que adquirimos; damos crédito al ruido mediático, incapaces de discernir la música asfixiada por el estruendo; puede más la fama y el impacto de la portada que el valor intrínseco del mensaje; pesa más el qué dirán o la comparación con el vecino que la propia necesidad; tiene más poder de convicción la difamación y la calumnia que la discreción de quien opta por el silencio ante la agresión; salimos de la procesión beata o de la misa de domingo para escupir nuestra comunión al que envidiamos; y medimos lo que fuimos más por el tumulto del funeral que nos despide que por el valor de los intangibles que nos podrían haber hecho inmortales. Albert Camus no andaba muy desacertado en El Hombre Rebelde: “Vivir es, en sí mismo, un juicio de valor. Respirar es juzgar”. En The Vanishing Adolescent, Edgar Z. Friedenberg insiste en que “lo que debemos decidir es quizás cómo ser valiosos en lugar de fijarnos en cuanto valemos”. En este ejercicio habría que recuperar algo de lo etéreamente llamado “valores”.
Marcus Aurelius Antoninus recomendaba: “Mira debajo de la superficie; no dejes que se te escapen las diversas cualidades de una cosa ni su valor”. Pero esto requiere ciertas cualidades. Según Isaac Barrow, “nada de valor o peso puede lograrse con una mente a medias, con un corazón blando y con un esfuerzo débil”. Hermosa y pragmática es la reflexión de George Matthew Adams: “Una de las grandes virtudes de la vida es aprender el arte de evaluar con precisión los valores. Todo lo que pensamos, lo que ganamos, lo que nos hemos dado, lo que de alguna manera toca nuestra conciencia, tiene su propio valor. Estos valores pueden cambiar con el estado de ánimo, con el tiempo o debido a las circunstancias. No podemos atar con seguridad ningún valor material. Los valores de todas las posesiones materiales cambian continuamente, a veces de la noche a la mañana. Nada de esta naturaleza tiene un valor fijo permanente. Los verdaderos valores son aquellos que permanecen a tu lado, te dan felicidad y te enriquecen. Son los valores humanos”.
No hay ningún sistema métrico capaz de medir con precisión lo que ocultan nuestros actos. “Todo hombre es valorado en este mundo, ya que demuestra con su conducta que desea ser valorado”, señala Jean de la Bruyère; y, lo que es peor, “cada hombre es valorado, no por lo que es, sino por lo que parece ser”, como apunta Edward Bulwer-Lytton. Pocos siguen la recomendación de Albert Einstein: “Trata de no convertirte en un hombre de éxito, sino en un hombre de valor”. Malcolm Forbes mantiene que “el valor real de uno nunca es una cosa cuantificable. La victoria es más dulce cuando has conocido la derrota. La habilidad nunca se pone al día con la demanda de la misma. Pagas por todo, incluso por decir lo que piensas. Demasiadas personas sobrevaloran lo que no son y subestiman lo que son”.
Eric Hoffer ofrecía una interesante medida del valor a los que se acicalan en el espejo de la egolatría: “El valor de un hombre es lo que es, dividido por lo que cree que es”. Abundan los que se creen más de lo que pueden ser. Aún quedan algunos de los que adornan su valor con la virtud de la humildad; pero, según Baltasar Gracián, “los inútiles suelen vivir más tiempo”.
En esa penumbra de falsas certezas, damos valor a lo que brilla con destellos que impiden distinguir la naturaleza deslumbrante del objeto; somos arrastrados por la presión del marketing, cuyo coste encarece la bazofia de lo que adquirimos; damos crédito al ruido mediático, incapaces de discernir la música asfixiada por el estruendo»
John P. Grier decía que “La función de los valores es darnos la ilusión de un propósito en la vida”; y Cullen Hightower creía que “una verdadera medida de nuestro valor incluye todos los beneficios que otros han obtenido de nuestro éxito”. Greenville Kleiser aportaba algunas ideas merecedoras de atención: “Cultiva el buen gusto y la discriminación en tu elección de cosas. Ten una idea correcta de los valores. Las posesiones materiales que no necesitas y no puedes usar pueden ser solo un estorbo. Que tu regla guía no sea cuánto, sino cuan bueno. Una cosa que no quieres es cara a cualquier precio. Evita el excedente. Elige cosas que expresen tu propia individualidad. Debes poseer tus cosas o ellas te poseerán a ti. Busca calidad en lugar de cantidad. Las posesiones innecesarias requieren un cuidado y una responsabilidad innecesarios. El exceso es un desperdicio. Haz un balance ocasional y elimina sin escatimar esfuerzos”.
Todo esto -que hoy desprecia nuestro mundo, inmerso en la supina ignorancia de la decadencia moral- podría atribuirse a lo que el pensador chino Lin Yutang anticipaba en la primera mitad del siglo pasado: “Hoy tenemos miedo de palabras simples como bondad, misericordia y amabilidad. No creemos en las buenas palabras de siempre porque ya no creemos en los buenos valores de siempre».
Hay cosas a las que ponemos y quitamos valor según las circunstancias, hasta que las rompemos; y entonces descubrimos la advertencia de Thomas Fuller en Gnomologia: “Nunca sabemos el valor del agua hasta que el pozo está seco». Quizá merezca la pena quedarnos con el consuelo moral que esbozaba el gran jeque persa Sa’dī (Musharrif al-Dīn ibn Muṣlih al-Dīn) en su Gulistan de 1258: “Si un pedazo de piedra sin valor puede dañar una copa de oro, su valor no aumenta, ni el del oro disminuye”.