Mil veces había imaginado mi llegada a la plaza del Obradoiro como un estallido de lágrimas y alivio, pero mi Camino terminó antes, en una pequeña aldea, en medio de un amanecer que todavía recuerdo con una claridad dolorosa.
No llegué. Y nunca pensé que esas dos palabras pudieran pesar tanto.
No fue una caída repentina ni un accidente. Fue algo más lento, más íntimo: una mezcla de cansancio, fiebre y desánimo que se fue acumulando sin que me diera cuenta. Los días previos había dormido poco y comido mal, empeñada en mantener el ritmo de los demás, como si el valor del Camino se midiera en kilómetros. Las ampollas se abrieron, la tos se volvió seca y constante, y el cuerpo empezó a pedirme una tregua que yo me negaba a conceder.
Cuando desperté aquella mañana, ya no tenía fuerzas. Ni siquiera para calzarme las botas. Me senté junto a la mochila y comprendí, sin dramatismos, que hasta allí había llegado. Llamé a una amiga que había seguido adelante y le pedí que no volviera por mí. Le dije que estaba bien, que el Camino seguía siendo hermoso, aunque no lo terminara.
Esa tarde, mientras escuchaba las campanas del Santuario de la Peregrina en Pontevedra, entendí que no todos los finales son visibles. Que el peregrino no se define por llegar, sino por haberlo intentado con todo lo que tenía. Guardé mi credencial incompleta con la sensación de que, en el fondo, el Camino me había llevado justo hasta el lugar donde necesitaba detenerme.
No llegué. Pero aprendí que, a veces, detenerse también es una forma de seguir caminando.
Y que siempre existe la posibilidad de volver a intentarlo.




