
8 octubre, 2025
No recuerdo el día exacto en que el Camino empezó a cambiarme. Tal vez fue cuando dejé de mirar el reloj y empecé a mirar el suelo. O cuando el cansancio se volvió más fuerte que la cabeza y no tuve otra opción que rendirme al paso, al silencio, a la soledad.
Hacía unos meses me había separado. Después de años de matrimonio, me encontré solo, con la casa demasiado grande y el alma vacía. Un amigo me habló del Camino, y acepté sin pensar demasiado. Necesitaba moverme, alejarme de mí mismo, intentar entender algo.
No vine buscando milagros. Vine buscando aire. Y lo encontré, aunque no como imaginaba. El Camino no te consuela con palabras: te vacía primero, te enfrenta a ti mismo, te obliga a escuchar el ruido interior hasta que se vuelve silencio.
Un día, en una aldea pequeña, un hombre me dejó pasar antes que él por una puerta estrecha y me dijo: “Aquí aprendemos a dejar sitio.” Esa frase se me quedó dentro. Porque eso era exactamente lo que yo no había sabido hacer: dejar sitio, soltar, aceptar que algunas cosas simplemente terminan.
Recé sin saber rezar. A veces con rabia, otras con gratitud. Cada paso era una conversación con Dios y conmigo mismo. Me dolían los pies, pero me dolía más el orgullo, la pérdida, el vacío. Y en medio de todo eso, empezó a aparecer algo parecido a la paz.
Cuando llegué a Santiago, no sentí alegría. Sentí alivio. Abracé al Apóstol y, sin pedir nada, le dije en voz baja: “Gracias por acompañarme cuando no tenía a nadie.”
Y entendí que el Camino no me había curado. Me había reconciliado con la herida. Porque hay dolores que no desaparecen, pero dejan de doler tanto cuando aprendes a caminar con ellos.